Hay un olor especial que se me ha quedado impregnado en los surcos de mi memoria y es el olor de las hojas de un libro.
Desde 1997, cada 24 de octubre se conmemora el Día de la Biblioteca, con multitud de actos, especialmente dedicado a los más pequeños. La propuesta surgió de la Asociación Española de Amigos del Libro Infantil y Juvenil, en recuerdo de la destrucción de la Biblioteca de Sarajevo, incendiada el 1992 durante el conflicto balcánico.
Las bibliotecas son tesoros vivos que atesoran, con suma delicadeza, las palabras impresas; son mucho más que un depósito de libros, son espacios sagrados donde los sueños se pueden hacer realidad; son el puente entre el pasado y el futuro, conectando a distintas generaciones a través del conocimiento.
Tanto este día, como cuando se celebra el Día de la Lectura, o el Día del Libro, son fechas muy significativas en mi vida porque los libros me han acompañado desde siempre. No consigo recordar cuando fue la primera vez que cogí un libro entre mis manos o cuál fue el primer libro que leí. Pero lo que sí recuerdo, que rondaría los 7 años de edad cuando me “enganché” a la lectura. Por aquella época, estuve enferma durante meses postrada en una cama y aunque mi madre se esforzaba por agradarme la vida con la muñeca Nancy, a mí lo único que me hacía ilusión eran las Joyas Literarias que mi abuela materna me regalaba cada mañana, a escondida de mi madre (era nuestro gran secreto), durante todos aquellos días de mi enclaustramiento: Miguel Strogoff, La Isla del Tesoro, Viaje al centro de la Tierra, Tom Sawyer, Guillermo Tell y tantos otros, fueron mis compañeros de viajes en una época donde mi inmovilidad no me impedía viajar y soñar con otros mundos a través de sus páginas.
En los recuerdos más cálidos de mi infancia, las bibliotecas ocupan un lugar especial. Mi primera experiencia con una biblioteca fue en el colegio. Recuerdo el olor a libros nuevos y viejos, mezclado con la suave fragancia de las páginas impresas en una habitación con muebles de madera y vitrinas transparentes, en la planta baja del colegio Huerta de la Cruz, donde me escapaba cada vez que había recreo. Los juegos de pelota, de cuerda o los columpios no me atraían tanto cómo esos misterios que descubría cada día. Allí, las estanterías estaban pobladas de libros de cuentos ilustrados, cada uno prometiendo una nueva aventura. Fue en esta biblioteca donde seguí disfrutando con el placer de perderme en las páginas de un libro y vivir las vidas de personajes fascinantes sin que nadie me molestara.
Más tarde, en la adolescencia, la biblioteca local Cristóbal Delgado se convirtió en mi refugio secreto y en un laboratorio de conocimiento. A medida que crecía, mis intereses se expandían y la biblioteca ofrecía recursos para alimentar mi curiosidad. Me sumergí en libros de historia y literatura. Aprendí a investigar, a cuestionar y a formar mis propias opiniones, todo gracias a los tesoros que esta biblioteca albergaba. Pasaba horas devorando libros de misterio, ciencia ficción y fantasía. El responsable de la biblioteca, el hoy desaparecido Javier Muñoz, con su sonrisa amable, me recomendaba nuevas lecturas y me animaba a no dejar nunca de pisar una biblioteca.
Después llegarían a mi vida muchas más, como la del colegio Salesianos con olor a incienso, la de la UNED con sus ventanas de brazos abiertos o la de la politécnica aséptica como mesa de quirófano. Pero la que más me gustó, en mi madurez, fue la pequeña biblioteca del edificio Pérez Villalta de estanterías abarrotadas de libros de historia, novelas, cuentos… sobre las dos orillas. Allí participé en el club de lectura con libros exóticos que nos hablaban de desiertos, especias y ojos pintados de kohl. Fue una hermosa época, hasta que la cerraron al público.
En la actualidad, el futuro de las bibliotecas es emocionante y lleno de posibilidades. Las tecnologías emergentes, como la realidad virtual y la inteligencia artificial, se integran cada vez entre sus paredes, ofreciendo experiencias de aprendizaje personalizadas. Además, las bibliotecas continúan siendo defensoras de una información de confianza, en un mundo saturado de noticias falsas y desinformación.
A mi abuela, a las bibliotecas y al olor de las páginas de los libros le debo lo que soy hoy en día. A partir de aquella primera vez, muchos libros han sido testigo mudo, desde las estanterías de una biblioteca, de mi propio crecimiento personal. Por eso a mis hijos y a mis nietos siempre los he llevado a las bibliotecas, a las ferias de libros y a las librerías como si los llevara a un parque temático, espero que lo disfrutaran como lo hice yo.
A través de los libros que encontré en estas bibliotecas, descubrí el mundo y, lo que es más importante, me descubrí a mí misma.
A todas las bibliotecas que fueron parte de mi infancia, gracias por los inolvidables recuerdos y las invaluables lecciones que me brindaron. Siguen viviendo en cada palabra que escribo y en cada historia que comparto.
Así que, la próxima vez que entres en una biblioteca, recuerda que estás pisando un terreno sagrado, un lugar donde los sueños se hacen realidad y donde el conocimiento puede transformar tu vida.
