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Poesía de Colombia
Carlos Martín, nacido el 16 de enero de 1914 en Chiquinquirá, Colombia, y fallecido el 13 de diciembre de 2008 en Tarragona, España, dejó una huella perdurable en la literatura como abogado, poeta y ensayista. Parte integral del movimiento literario «Piedra y Cielo», su vida y trabajo reflejaron una profunda pasión por las letras y la exploración del lenguaje.
Martín se graduó en derecho en la Pontificia Universidad Javeriana, tras lo cual embarcó en una carrera literaria que influiría en la escena literaria colombiana. Su debut como escritor llegó con «Territorio Amoroso», un cuaderno emblemático del movimiento «Piedra y Cielo». A partir de ahí, su voz poética floreció a través de obras de poesía, crítica literaria y traducciones del francés.
Enriqueciendo el panorama literario, Martín contribuyó a revistas notables como «Sábado» y «Altiplano». Su trayectoria se entrelaza con la de Gabriel García Márquez, ya que Martín fue rector del Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá, institución en la que García Márquez también estudió.
Una etapa trascendental en su vida lo llevó a Holanda en 1961, donde obtuvo la cátedra de literatura hispanoamericana en la Universidad de Utrecht a través de un concurso. Su experiencia en Europa lo llevó a ser distinguido con una cátedra vitalicia por la reina Juliana. Además, Martín ejerció como abogado del Ministerio de Educación de Colombia y de la compañía Shell.
A lo largo de su carrera, Martín también mantuvo un programa de análisis literario en la cadena Radio Netherlands durante 15 años, donde compartió su perspicacia y pasión por la literatura.
Su legado literario incluye una serie de obras destacadas como «Travesía Terrestre», «Es la Hora», «La Sombra de los Días», «Epitafio de Piedra y Cielo y Otros Poemas», «Hacia el Último Asombro», «El Sonido del Hombre» y «Vida en Amor y Poesía». Su fallecimiento en Tarragona, España en 2008 fue un adiós a un prolífico escritor que no solo contribuyó a la literatura colombiana, sino que también dejó una huella duradera en la escena literaria internacional.
La voz sobre el olvido
Soy la oscura mitad de tu existencia.
Fruto de llanto abierto en la penumbra,
alondra vegetal que se acostumbra
a la rama con sangre de tu ausencia.
Sombra de una memoria sin presencia
bajo la noche que tu llanto alumbra,
abierto corazón que no vislumbra
su cielo derrumbado a tu sentencia.
Colmena de ceniza, dispersado
palomar de la nostalgia, voz tardía
de nocturno rumor, atribulado
fuego de soledad y de agonía
donde la muerte con su musgo helado
cubre la rama de la ausencia fría.
Otoño
Arregla los papeles. Es ya tiempo. No temas
al rigor del invierno. Aún hay fuego. Arde
un rescoldo de amor y al fulgor de la tarde
nacen aún los besos, los poemas.
Después de todo, mira, no importa, hemos vivido
al borde cotidiano del asombro,
una mirada basta, la voz con que te nombro
basta para olvidar la muerte y el olvido.
¿Para qué regresar en busca de la aldea
natal? El tiempo pasa. Si abres la ventana
de nuevo nace el mundo. Déjame que te vea
a la orilla del alma, real, mía, cercana.
Somos hambre, penumbra, testimonio de seres,
nada nos pertenece, somos rumor profundo
del prodigio que pasa. Escúchame, no esperes
nada más. Mira. Ama. Despídete del mundo.
Huésped de la niebla
A Gustavo Adolfo Bécquer
Entre los brazos de la enredadera
la ventana de párpado cerrado
llora la ausencia de la primavera.
Y el temblor de tu canto enamorado,
por el blanco camino carretero,
te arrastra en sangre, nardo y luz bañado.
Árbol que llora en cielo verdadero
con voz de rima y ruiseñor herido
de amor y luna y llanto prisionero.
Un caracol de sangre en pecho ardido
murmura tu presencia de alba pura
por el sueño recién anochecido.
Una ola de música apresura
su temblor de guitarra destrozada
entre los brazos de la desventura.
Qué río con estrellas tu mirada!
Qué llama de jazmín tu frente ardida!
Qué isla de tu sueño desterrada!
En instantes de alondra repetida
de sangre, nieve y luna la amorosa
canción de blancas alas detenida.
Golondrina de sueño y mariposa,
tu saeta en el alma se ha clavado,
volando voladora y temblorosa.
Hilo de luz al infinito atado
y huésped-ruiseñor de niebla y nieve
al olvido y al tiempo arrebatado.
Llegando al corazón como a leve
arpa irreal, tu rima verdadera,
con pecho de cristal, volando mueve
todas las alas de la primavera.
Eras niña de nardo
Eras niña de nardo y luna fría
tendida, matinal, cerca al deseo
donde —sangre y canción— mi sed ardía.
Concha en ola sin mar, aún te veo
como desnuda rosa transparente
detenida y mecida en su aleteo.
Hambre y sed me gritaron de repente
sangrando, con las manos levantadas,
los sueños que cruzaban mansamente.
Qué voz de filo azul en tus miradas!
Qué ardor en el temblor de tus sentidos!
Qué grito el de mis venas desangradas!
No los rizos del trigo al sol ardidos
sobre la torre de la frente pura
que ilumina el compás de tus latidos.
Ni el almíbar frutal de la madura
pulpa partida en dos, en sangre y nieve,
de naranja y de sol llama insegura.
Ni la sangre infantil que solo mueve
los bajeles del canto a la ribera
donde palpita el beso y no se atreve.
Solo por la encendida primavera
en donde el río del ensueño escala
los árboles de luz hasta la ojera.
Donde el dolor a la ternura iguala
y el amor como un niño se desliza
—pétalo sin raíz, vuelo sin ala—.
Por el cauce del alma a la sonrisa,
por el sendero del suspiro al llanto,
sobre los blancos hombros de la brisa,
es verdadero el corazón del canto.
Entre un ciprés y una rosa
En un cristal de recuerdos
donde crecen los suspiros
como jazmines del aire;
en un cristal.
Donde los besos maduran
como sueños o manzanas
entre los labios del viento;
donde los besos maduran.
Con cuerpo de agua enlunada,
bajo la espuma del pelo,
era la niña del alba
como el agua.
Por su boca el cuerpo largo
de la sonrisa corría
como arroyo con estrellas;
por su boca.
En la tarde se apoyaba
su presencia de ala blanca
como el sol en las mejillas
de la tarde.
Enredadera de luz
que maduraba los frutos
en el árbol de mi canto;
enredadera.
Campana con ruiseñores
su voz —la niña del alba—
en la torre de mi frente;
la campana.
Y el corazón como nube
que atravesara la espina
de esa voz que me nombraba;
y el corazón.
Entre las dalias del aire
quedaba cuando se iba
su presencia florecida
como una dalia en el aire.
Un árbol, de sueño había
madurado sus racimos
sobre el pecho de los días;
un árbol de sueño había.
La música que arrullaba
la canción de la mañana
como la madre a su hijo
en los brazos de la música.
Las ojeras —oro y malva—
de la tarde que se iba
agitando sus cabellos;
las ojeras.
Un viento de muerte vino
como una mano de sombra
sobre la niña del alba;
un viento de muerte vino.
Entre un ciprés y una rosa,
su cuerpo de agua enlunada,
en una ciudad de niebla;
entre un ciprés y una rosa.
Una voz como el silencio
con largo traje de lágrimas
y con pájaros cansados
llora a la niña dormida.
En un lugar de suspiros
como jazmines del aire
donde crecen los sollozos;
en un lugar de suspiros;
entre un ciprés y una rosa.
Presencia
Sabemos posar un beso como una mirada.
Plantar miradas como árboles.
Vicente Huidobro
Temblorosa en mi frente la nocturna
mariposa que baja hasta sus hombros;
y en mi oído la fruta de los besos
diciendo ruiseñores y raíces.
Enciende sus miradas como llamas,
me acarician sus llamas como manos,
deja caer sus manos como lluvias
y me besan sus lluvias como labios.
Me cantan esos labios como el mar,
cultiva ese mar como amapolas
y desliza amapolas como ríos
y despierta los ríos como alondras.
Hace decir alondras como versos,
hace crecer los versos como árboles
y pesan como un árbol sus pestañas
cuando no está conmigo y cuando está
me siento leve como sus pestañas.
Inclinada a la orilla de la muerte,
como rosa desnuda sobre el tiempo,
su presencia es la gloria de la aurora
en la torre del sueño y las campanas.
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