Mosaico para Antonio Deltoro (1947-2023) In memoriam


En homenaje al poeta mexicano fallecido el pasado lunes, reunimos un mosaico de testimonios de amigos y colegas cercanos a su obra literaria y humana: así rememoramos al poeta, al tutor, al lector y al tallerista.


Una forma de mirar

Compartí, durante dos años, todas las mañanas de los jueves con Antonio Deltoro. Desde octubre de 2009, hasta septiembre de 2011, pasábamos, en un pequeño grupo conducido por él, un par de horas —a veces más— dedicadas a la lectura, esa forma más noble de escribir. En 2009 yo acababa de cumplir 22 años, así que leía mis textos con tanta inseguridad como altanería, y comentaba los de mis colegas con esa misma mezcolanza, un tanto chocante a decir verdad. Aunque contener los humos para que el salón fuera un sitio más respirable no era su fuerte, su generosidad me fue guiando para ser un lector más abierto y un escritor mejor ubicado en su pequeñez.

Además de eso, Toni me enseñó muchas cosas, pero hay una que cambió mi forma de entender el oficio: que escribir poesía es, ante todo, una forma de mirar. Que escribir es compromoterse a mirar el mundo desde ese punto de fuga, acaso solo nuestro, si sabemos reclamarlo. Lo demás —el oído, la técnica, la prosodia— importa, sí, pero si falla ese nervio óptico, nos condenamos al pastiche y a la repetición, que algo tienen de potente, aunque también de mecánico, de inteligencia artificial. Él sabía poner en práctica esa visión binocular, no sólo en sus poemas, sino en sus comentarios, esos con los que nos dejaba o rumiantes o fieras, pero tocados siempre. Era a veces tenaz o inflexible en su mirada —tan comprometido estaba con ella—, así que tuvimos también nuestras diferencias. Eso no quita este cariño redondo ni este agradecimiento absoluto. Lo recuerdo con su Juan de Mairena, con su Borges, con sus “Callos al estilo de Oporto”, con su teoría sobre la velocidad del verso. Con su risa y esa voz tan peculiares, esa voz desde la que compartía con nosotros, también, sus propios textos en proceso —en ese entonces, lo recuerdo muy bien, comenzaba a gestarse en él lo que después sería Los árboles que poblarán el Ártico, ese libro tan de nuestra época, marcada por el asombro, a la vez sorprendido y aterrado, frente a la nueva vida de nuestro planeta.

Lamento tanto que estos últimos años hayan sido así de difíciles, Toni. Buen viaje, maestro.

—Emiliano Álvarez

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A la sombra del mundo

Antes que ceder a una ansiedad industriosa, Antonio Deltoro prefirió cultivar una laboriosa paciencia. Si hay acción en su escritura, ésta apenas logra distinguirse del reposo: la poesía como sedimentación de lo real. La textura ambarina de su obra permite a los seres, los objetos y las sensaciones apresados —o, mejor dicho, repantigados— en ella desafiar la liquidez de nuestro tiempo. A esa luz meridiana y estroboscópica, cuanto ahí acontece es fruto de una sosegada contemplación.

Bien podemos imaginar a Deltoro recostado a la sombra del mundo —o, más bien, a la sombra de un “árbol de silencio”—, aguardando el instante en el que las imágenes se depositaran blandamente en su regazo. Cada poema de Deltoro comprueba una personalísima ley de gravedad: nuestra atracción hacia la tierra es directamente proporcional a nuestra aspiración de cielo.

—Hernán Bravo Varela

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El beneficio de la duda

Durante catorce años, Toni dedicó las mañanas de sus jueves a dirigir la tutoría de poesía de la Fundación para las Letras Mexicanas. Detestaba llegar tarde y no hubo semana en que yo entrara al salón y él no estuviera ya ahí. Durante tres horas (a veces más), con curiosidad infantil escuchaba, leía y analizaba minuciosamente los versos que llevábamos, con nuestras vanidades y titubeos, los jóvenes becarios. Les daba el beneficio de la duda. Su interés y atención íntegros. Algunas veces él creía más en lo que estaba ahí, enterrado en nuestros poemas, que nosotros mismos. Fue la primera persona en llamar “poema” a un poema mío, así, como si nada (como si siempre).

En estos días he querido hacer memoria de todo lo que aprendí en aquellos jueves. Puedo empezar por evocar su voz rasposa, su gesto peculiar que habitaba una frontera colindante con la carcajada, sus momentos de seriedad categórica antes de proferir un “no” contenido. Había veces en que asediaba con preguntas, exigía razones hasta agotarnos. Había poemas que volteaba al revés como bolsillos para volcar las migajas que había dentro, y salíamos con las hojas de nuestras libretas puntuadas por esas migas de profunda incertidumbre. Leía con suspicacia el hermetismo de mis poemas y no hubo palabra abstracta que dejara incólume. Si había “oscuridad” en algún verso, quería saber de qué tipo, qué tonalidad, a qué hora.

Apenas ayer pude reunir las fuerzas para buscar entre mis notas la voz de Toni. Contra mi expectativa y decepcionada, escuché la mía, dirigiéndome preguntas tan extrañas como incisivas: “¿somos seres discontinuos?”, “¿la esencial heterogeneidad del ser?”, “¿por qué me cuesta la brevedad?”, “¿qué tan peligroso es ser exhaustivo?”,“¿no me atrevo a la alegría?”, “escribir ¿es demorar la confrontación con el dolor?” y sentencias que me hicieron sonreír, quizá porque ahora me parecen indisociables de mi forma de escritura, como: “esperar un año”. Hallé dicotomías que le eran muy caras a Toni: poesía frontal vs. poesía oblicua, poética del contacto vs. poética de la evasión, material biográfico vs. material poético, metáfora vs. hecho exacto. Y otras, lacónicas, casi oraculares: “un poema no es un crucigrama” o “poetas de sangre fría: se cansan pronto”.

Mis libretas no son buen testimonio de lo que aprendí de Antonio Deltoro. Tienen demasiados dibujos y listas de cosas que después no hice. Son marginalia de un texto perdido. En cambio, sí son evidencia de algo intangible: la labor de abrir un espacio donde cupiera cualquier pregunta y la seguridad con la que nos guiaba por un terreno que desconocíamos y que, paradójicamente, sólo nosotros podíamos conocer.

—Aurelia Cortés Peyron

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¿Hacia dónde es aquí?

Sabemos que la vida es paréntesis que encierra entre dos fechas todo lo que es verdaderamente nuestro. Algunos amigos, unas cuantas calles hechas casi a la manera de nuestro paso, un par de amores y un único árbol, nuestro hasta el final del mundo. Ese habitar entre paréntesis está en la poesía de Antonio Deltoro. Hay en ella un llamado espontáneo y generoso hacia la dicha. Una invitación hacia esa quietísima felicidad que nos da quien nos tiende la mano sin esperar nada a cambio, acaso el simple gesto de tomarla. No es el aspaviento del poeta que funda la verdad en mayúscula, ni el delirante canto del místico. No es la trascendencia, pero tampoco la superficie de lo mundano. Es más y es menos: es la concentración del poeta-árbol, el que hunde con lentitud sus raíces en la tierra, respira profundamente el aire, y cuyos ojos no se cansan de inventar diversas formas en la misma nube.

Hoy, que estamos tan escasos de voces que nos digan, sin inocencia o bobería, que el mundo es bello y la vida vale la pena, su partida duele más. Pues sus versos empujan no a abrazar la felicidad como una obligación, sino con la convicción de que es en ciertos instantes (quizá con mayor claridad los jueves, nunca los domingos) en los que es posible reconciliarse con el transcurrir del tiempo. Instantes en los que la palabra entra secretamente, en la quietud inmóvil de la página, en el correr de los ojos sobre ella. Sólo hay que sentarse a esperar a que sus frutos caigan.

Julio González

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Poeta de plenitudes

Pocos autores tienen la suerte de contar con prosas o poemas originales en el comienzo de su escritura. En la mayoría de los escritores, sus títulos iniciales —casi siempre el primero y el segundo—, representan, si son buenos, una promesa. Encontramos en éste o en aquel otro, las chispas, las ráfagas, los vislumbres de una voz y un sentido que intentan expresarse. No fue el caso de Antonio Deltoro. Él, desde el principio, desde Algarabía inorgánica nos ofreció textos notables por su originalidad. Basta con leer los poemas relacionados con La quinta del sordo, “Gallinas”, o el poema final de esa plaquette, “A la muerte futura de un poeta probable”, para apreciar una voz individual y completa. También podemos observar este hecho en ¿Hacia dónde es aquí?, libro en el cual Deltoro respira con una plenitud poética insoslayable. Muchos de los poemas, en este último título, nos revelan una manera de proceder que es, al mismo tiempo, un pensamiento en plena expansión como, por ejemplo, los poemas aforísticos “Nocturno” (“Las flores siguen rojas: el color no duerme”) o “Botella” (“De los puntos cardinales el beso/ es el norte, el inicio del sexo”). Y cuando digo plenitud, no sólo hablo de la madurez anticipada, sino de la experiencia total en donde conviven sensación, sentimiento y pensamiento. Su poesía es sorprendente porque sus impresiones y sus sentimientos siempre están colmados de ideas; o, a la inversa, sus ideas nos revelan agudas percepciones y sentimientos profundos. Para él estaba claro que el poema era una idea en el sentido platónico. Nada de esa poesía aburrida que pretende ser puro “lenguaje”. Nada, tampoco, de esa otra que en nombre de una “sabiduría” da lecciones morales o civiles.

Antonio —Toni— y yo fuimos muy amigos en el mejor momento de la vida. En ese momento cuando todo, dentro de uno mismo —y en el afuera oceánico y nunca por completo asido—, se está abriendo como una flor. Compartíamos el sentimiento de que no hacía falta moverse para viajar a todas partes. Por eso, las intempestivas excursiones a los pueblos, bosques y sitios solitarios que rodean a la Ciudad de México, siempre nos transportaban a otra edad, a otro universo y a otra inteligibilidad. Por eso, también, estar perdiendo el tiempo por horas, sentados o caminando, era una acrobacia. Antonio Deltoro no se ha ido. Sus poemas están aquí.

—Víctor Manuel Mendiola

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Velorio

Fui al velorio. Me enteré de muchas cosas,
mientras Tony estaba al fondo:
era un carruaje tirado por caballos, partiendo.
Una multitud de pájaros cantaban en medio de la sala, gorjeaban entre el alpiste.
Martha tenía los mismos ojos dulces, el corazón
precioso, y Eduardo no había llegado.
En el primer piso del velatorio,
al que llegué por mi fobia a los elevadores,
en una de las salas, se asomaba una carriola.
Es extraño, pensé, ver a la vida
naciendo en la casa de los muertos.
Ya en la sala, junto al féretro, vi a Christian, y recordé
mis discusiones apasionadas sobre Celan, el Sena,
y la inocencia. Yo tenía, entonces, una oficina
con una ventana como una casa
con su largo corredor y su frondoso cielo.
En esa torre cercada por poemas
estábamos Tony y yo en un mundo
aparte. Habré llorado mucho en ese tiempo, especulo
porque ¿qué se puede hacer en la juventud,
sino buscar curarse? Seguramente,
llegaba a mi departamento, solitaria, a beber una cerveza,
o a hablar con la grande, enorme Fetuchina,
que también ya ha muerto.
Luego, ya sentada, frente al cuerpo mudo,
me encontré a Maricarmen, hecha de un roble
inacabable.
La concurrencia era de poetas, mayoritariamente,
esos agentes con sus cajas musicales, secretas.
Tantos, tantos han partido últimamente,
le digo y hacemos el recuento:
Víctor,
Iván,
Luis,
David
Eduardo
Gloria
Nos van quedando pocos o
poco va quedando de nosotros. Enzia se despide
y me cuenta que se casó recientemente. La vida es
una parvada moviéndose en mi cielo, pienso
una ya no sabe, no, ya no sabe. Bien puede ser
el sueño del amor o el fin del sueño
de morirnos y el ataúd se colma del puro gozo habido,
de haberse estado yendo,
un carruaje que nos lleva
a donde estamos, tú y yo, parloteando,
mientras estamos
en silencio. Párate, te digo,
que nos han dejado afuera
nuestros muertos: mi muerta en la ventana,
tu muerto en el teléfono, el caballo que relincha
en el poema de Vallejo.
Por eso, los pongo al tanto, camaradas,
fui al velorio y parecía
que había un coro de pájaros, adentro
muy adentro de mi cielo. Eran o cantaban,
como ustedes, en otro tiempo: altos surtidores, o fuentes,
un tigre agazapado entre los muebles,
un rumoroso río
¿quién soy yo
para saber la rama que el dolor rompe
si en mí no hay sino inocencia?
El río que fue el Sena ahora fluye caudaloso
en la sala del velatorio: sobre él navega ya
el ataúd de todos.
Pero no importa, después de todo
encontré una lengua propia,
entre copas y praderas,
hecha de pura tierra de hoja:
la noche del caracol, la semilla del cilantro, el bulbo de la rosa.
A ellos me encomiendo, y te encomiendo,
a su flor preciosa, su estómago caliente, su verbo inagotable.

—María Rivera

* * *

 



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