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Versos de amor

Los enigmas de la muerte de Marilyn Monroe: una escena alterada, depresión severa y la misteriosa llamada final

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Marilyn Monroe, cerca de su muerte, ocurrida el 5 de agosto de 1962 (Netflix)

A las tres de la mañana del domingo 5 de agosto de 1962, Eunice Murray despertó con un mal presentimiento, un rayo en medio de su sueño. Era el ama de llaves de Marilyn Monroe y esa noche, la del 4 al 5, la pasó en la casa de la que era en ese momento estrella más sensual de Hollywood. Eunice sintió que algo no andaba bien, no sabía qué, pero era algo que latía en su interior y la había despertado. Vio luz debajo de la puerta del dormitorio de Marilyn y golpeó. Nadie le respondió. Con suavidad, intentó abrirla, pero estaba trabada por dentro. Alarmada, sin saber cuál rumbo tomar, hizo algo extraño: llamó al psiquiatra de Marilyn, el doctor Ralph Greenson que, algo también extraño, llegó poco después a la casa del 12305 Fifth Helena Drive, en el elegante vecindario de Brentwood, al oeste de Los Ángeles.

Greenson trepó hacia una de las ventanas del cuarto de Marilyn, y la forzó sólo para hallarla muerta en la cama. Su médico personal, Hyman Engelberg, llegó a las tres cincuenta y la declaró “muerta en el lugar”. Las versiones sostuvieron luego que la actriz aferraba el tubo del teléfono lo que indicaba que había intentado llamar a alguien, o conversaba con alguien cuando murió. Esa escena hizo que el sacerdote y poeta nicaragüense Ernesto Cardenal escribiera una fantástica “Oración por Marilyn Monroe” que dice en sus versos finales: “Señor / quienquiera que haya sido el que ella iba a llamar / y no llamó (y tal vez no era nadie / o era Alguien cuyo número no está en el Directorio de Los Ángeles) / ¡contesta Tú al teléfono!”

Pero en la madrugada de aquel domingo de hace sesenta y un años, una leyenda de Hollywood, joven, tenía treinta y seis años, bella, codiciada, indefensa y desangelada, símbolo de una revolución sexual que ni había estallado ni se llamaba así, pero que la tenía como protagonista de aquel reparto estelar, estaba muerta. A las cuatro cincuenta y cinco el jefe del Departamento de Policía de Los Ángeles, Jack Clemmons recibió una llamada inquietante. En realidad, la llamada no lo era, pero el jefe Clemmons lo mismo se inquietó. Era el psiquiatra Greenson con un mensaje breve, claro y conciso: Marilyn Monroe estaba muerta.

La cama donde fue hallada muerta Marilyn Monroe. Siempre se sospechó que la escena había sido alterada antes de la llegada de la policía (Photo by E. Murray/Fox Photos/Getty Images)

Clemmons fue el primero de los policías en llegar al 12305 de Fifth Helena Drive. Y lo primero que notó no hizo más que aumentar su recelo. Había algunas incongruencias entre los testimonios de los dos médicos y del ama de llaves; todos estaban nerviosos y se habían demorado demasiado en avisar a la policía, más que a la policía, al jefe de la policía. A Clemmons le pareció que la escena del crimen estaba alterada: las sábanas de la cama habían sido cambiadas y estaban limpias; el cuerpo había sido movido porque alguna de las livideces que presentaba no coincidían con la postura en la que yacía ahora, una postura algo extraña, poco natural. La señora Murray, a esa hora y en esas circunstancias, lavaba ropa, una actitud que sorprendió a Clemmons. Tampoco había en el dormitorio de Marilyn una jarra con agua, o un vaso que pudiera indicar que la actriz había tomado una dosis letal de barbitúricos, sí había frascos de medicamentos, todos vacíos, alrededor de la cama. Más tarde, con la llegada de otros policías, peritos y forenses, en el dormitorio apareció un oportuno vaso, también vacío.

Marilyn Monroe había muerto entre las ocho y media y las diez y media de la noche del 4 de agosto por una intoxicación aguda de barbitúricos. Los informes forenses de toxicología dijeron que su organismo contenía ocho miligramos, por cada cien mililitros, de hidrato de cloral, un compuesto sintético con propiedades sedantes, hipnóticas y anticonvulsivas que se usaba en la época, ya no se usa más en Estados Unidos, para el tratamiento a corto plazo del insomnio. La autopsia también detectó cuatro miligramos y medio por cada cien mililitros de pentobarbital, presente en el medicamento Nembutal, que Marilyn consumía a menudo. Los peritos descartaron una muerte accidental por sobredosis, dado que las drogas halladas en el cuerpo de Marilyn estaban varias veces por encima del límite letal.

Los forenses del condado de Los Ángeles, asistidos por el Equipo de Prevención del Suicidio de la ciudad, entrevistaron a los médicos de la actriz que revelaron que Monroe había sido “propensa a miedos y severas depresiones frecuentes”; que era proclive también a “cambios de humor abruptos e impredecibles” y que varias veces, en el pasado lejano e inmediato, había sobrellevado episodios de sobredosis intencionales de barbitúricos. Todo hizo que, a falta de otros indicios, el forense adjunto de Los Ángeles, Thomas Noguchi, calificara la causa de su muerte como “probable suicidio”.

Enfermeros retiran el cuerpo de Marylin Monroe de su casa de Los Ángeles el 5 de agosto de 1962 (Getty Images)

Las sospechas nunca expresadas en sede judicial, pero reveladas a lo largo de los años, sostuvieron que Marilyn había muerto bastantes horas antes de que el ama de llaves Murray y los médicos Greenson y Engelberg avisaran a la policía, de hecho era lo que decía la autopsia. El suicidio, y todo indicaba que Marilyn se había suicidado, iba a desatar bullicio, estruendo y escándalo, todo conveniente a cualquier posible responsabilidad que pudieran endilgar a los médicos por recetar barbitúricos a su paciente.

Fue así. La muerte de Marilyn desató un tumulto en el que se mezclaron la pena, el dolor el asombro, la ira contra los grandes estudios de cine, el desprecio hacia una industria que parecía comerse el destino de sus figuras como si fuesen caramelos, la impiedad de una prensa a veces implacable, a menudo despiadada en su rigurosidad: todo el mundo era culpable del triste destino de Marilyn, una chica humilde que había llegado a la cima. El escritor y cineasta francés Jean Cocteau dijo que su muerte “debería servir como una terrible lección para todos aquellos cuya principal ocupación consiste en espiar y atormentar a las estrellas de cine”; el prestigioso actor británico sir Laurence Olivier, que había filmado junto a Marilyn, la juzgó como “una víctima total de la confusión y el sensacionalismo”; Joshua Logan, el director de una de sus primeras películas, “Bus Stop”, que según cuál país de América latina pudo llamarse “Nunca fui una santa”, dijo que Marilyn había sido “una de las personas menos apreciadas del mundo”. Tenía razón.

En 1958, Marilyn se sirve un vaso de whisky junto a su entonces esposo, Arthur Miller, y el productor teatral Kermit Bloomgarden. En sus últimos años, la adicción al alcohol y los barbitúricos era notoria (LIFE Collection)

Razón tenían también los médicos: Marilyn había intentado el suicidio, o al menos había coqueteado con él, varias veces: la primera, a sus dieciséis años, cuando era una empleada de tienda y descubrió que estaba harta de una infancia sin familia, con un padre al que casi no conoció, con una madre que la abandonaba a menudo y que terminó esquizofrénica y en un hospital psiquiátrico; unos años iniciales que pasaron en un orfanato y en al menos en doce hogares temporales diferentes, donde abusaron de ella a los nueve años. Del suicidio la salvó el matrimonio. “Dejé de ser huérfana a los dieciséis años porque me casé”, dijo una vez para sintetizar cómo y de qué manera había terminado su infancia.

Había nacido el 1 de junio de 1926 como Norma Jean Mortenson, hija de Gladys Pearl Baker, Monroe de soltera. En 1924 Gladys trabajaba en la industria del cine, como cortadora de negativos y celuloide en Consolidated Film, una de las primeras empresas de una industria naciente que se avizoraba como poderosa. En 1924 se casó con Martin Mortenson, pero se separaron meses después y se divorciaron en 1928. Norma Jean recibió el apellido Mortenson, que no era en realidad su padre: su padre era Charles Stanley Gifford, un compañero de trabajo de Gladys con quien tuvo una aventura en 1925. Cuando Marilyn tenía doce años y no era todavía Marilyn, supo que tenía una hermana, Berniece, hija de su madre que se había casado a los quince años. Berniece era una de las pocas personas que el 8 de agosto de 1962, en el cementerio Westwood Village Memorial daba el íntimo adiós a Marilyn: el funeral había sido organizado por el gran amor de su vida, el beisbolista Joe DiMaggio, que sólo permitió el acceso de los íntimos a la ceremonia: él, Berniece y la gerente comercial de Marilyn, Inez Melson y muy pocos más.

Fue para huir de su infancia trágica, una vez reveló que a los nueve años el inquilino de una de las casas en las que vivía abusó de ella y le arrojó una moneda de cinco centavos para que dejara de llorar, que Marilyn, que todavía no era Marilyn, se casó con un vecino a los dieciséis años: el chico, Jim Dogherty, tenía veintiuno. Dieron el sí el 19 de junio de 1942. “Fue como retirarse a un zoológico –dijo años después, cuando la vida le había afilado mucho más la lengua– “Nuestro matrimonio fue una especie de amistad con privilegios sexuales. Más tarde descubrí que los matrimonios suelen ser eso, y que los maridos tienden a ser buenos amantes solo cuando engañan a sus esposas”.

Norma Jeane Baker, en el futuro Marilyn Monroe, con su primer marido, el marino mercante James Dougherty en Avalon, Santa Catalina, alrededor de 1943 (Photo by Silver Screen Collection/Hulton Archive/Getty Images)

En plena guerra, Jim se alistó en la marina y Norma Jean, que no era todavía Marilyn, empezó a trabajar en una fábrica de paracaídas. Tenía un cuerpo extraordinario y decidieron tomarle algunas fotos destinadas al departamento de propaganda bélica. Fue el germen de su carrera. En abril de 1944, con su marido en la guerra contra Japón en el Pacífico, Norma Jean empezó a trabajar en Radioplane Company, una fábrica de municiones. Allí conoció al fotógrafo David Conover, que también trabajaba para la Primera Unidad Cinematográficas de las Fuerzas Aéreas del Ejército. Dejó su trabajo con los paracaídas y empezó a modelar para Conover. Firmó un contrato con la agencia de modelos Blue Book que la empleó como modelo “pin up”, una chica de tapa, de calendario, más que una modelo de alta costura.

Fue un ejemplo de buena voluntad: alisó su cabello y lo tiñó de rubio y en menos de un año ya había aparecido en treinta y tres portadas de revistas. El cine le abrió la puerta, una hendija: no precisaba más. Paramount Pictures dijo no, pero Ben Lyon, productor de 20th Century Fox le concedió una prueba de pantalla. Su director ejecutivo, Darryl F. Zanuck, no estuvo muy conforme pero la contrató por seis meses para que no lo hiciera un estudio rival, RKO Pictures. Lyon y Marilyn eligieron el nombre de la futura actriz. Lyon eligió Marilyn porque le recordaba a una estrella de Hollywood, Marilyn Miller. Y Marilyn eligió Monroe, el apellido de soltera de su madre. Ahora sí, ya era Marilyn Monroe. En septiembre de 1946 se divorció de Dogherty, que no quería que su mujer fuese actriz.

En 1951 Marilyn ya era una estrella. Los soldados americanos que luchaban en la guerra de Corea le mandaban miles de cartas y el periódico militar “Barras y estrellas” la nombró “Miss Chessecacke de 1951″: era popular. Marilyn quería algo más: se inscribió en las clases nocturnas de arte y literatura del a Universidad de California. En 1952, la Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood la premió como “la mejor personalidad joven de taquilla”. Su vida amorosa era de relaciones breves, alguna tormentosa: el director Nicholas Ray, Yul Brynner, un joven actor inglés radicado en Estados Unidos, Peter Lawford, que sería años después el que le presentara al presidente John Kennedy y, a inicios de 1952 se enamoró de otra estrella como ella, pero del béisbol: Joe DiMaggio.

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Marilyn junto a su segundo marido Joe DiMaggio, el hombre que quizás más la amó, en El Morocco, en Nueva York, el 12 de septiembre de 1954 (Photo by Hulton Archive/Getty Images)

Lo que empezó como romance terminó en casamiento y tempestad: duraron nueve meses en los que abundaron peleas, golpes por parte de Joe, acusaciones porque el matrimonio debió enfrentar un escándalo: Marilyn había posado desnuda en 1949 y las fotos salieron a la luz; donde no había escándalo, lo fabricaban: durante la filmación de “La comezón del séptimo año”, la película de la famosa escena en la que el viento cálido de las rejillas de subway de Manhattan levanta las faldas de Marilyn, DiMaggio la acusó de hacer un striptease en plena calle, una exageración de su parte. Fue una pasión dominada por el sexo y no por mucho más. La actriz Jane Rusell, que estaba casada con otro deportista del fútbol americano, Bob Waterfield, dijo, nunca se supo si con maldad, con ingenuidad o con pena: “Nunca, ni por un minuto llegué a panear que ella y Joe iban a durar. Estaban enamorados, pero no se entendían”. En 1953 una película, “Niagara”, dirigida por Henry Hathaway, la lanzó como símbolo sexual. Para muchos de sus críticos ese fue “el film más abiertamente sexual en su carrera”. En algunas escenas, la desnudez de Marilyn estaba cubierta apenas por una sábana o por una toalla; en la más comentada se la veía caminar de espaldas durante treinta segundos, mientras balanceaba sus caderas. El “New York Times” no iba a perderse la oportunidad de comentarla, mientras en el mundo entero estallaban acusaciones de inmoralidad contra el film. Dijo el New York Times con finísima maldad: “Las cataratas y la señorita Monroe son algo para ver. Y aunque Monroe puede no ser la actriz perfecta en este momento… puede ser seductora. Incluso cuando camina”.

El mismo mes del lanzamiento de “Niágara”, Marilyn fue a retirar su premio “Estrella en ascenso” otorgado por la revista Photoplay. Llegó a la fiesta con un vestido de lamé dorado, ajustado a su piel. Ajustado es poco. La que lo dijo todo fue su colega, Joan Crawford que estaba, por decir algo, un poco alejada de los encantos de Marilyn. Dijo que su comportamiento, se refería al vestido de lamé dorado, fue “impropio de una actriz y de una dama”.

Marilyn en la icónica escena de La comezón del séptimo año

A Marilyn, todo le importó nada. Intentó, con éxito, papeles dramáticos, o al menos alejados de las comedias, pero estudios y guiones la mantuvieron encasillada en el cliché de rubia tonta, infantil, poco consciente de las pasiones que despertaba, o en papeles cómicos centrados en su atractivo sexual. Era una mina de oro que quería dejar de serlo. Decidió pasar por el Actor’s Studio de Lee Strasberg, creador del legendarios “método”, y encontró refugio en la esposa del director, Paula, una mujer de extraordinaria calidez.

Para entonces también se había ganado ya la reputación de actriz difícil, estragada por el consumo de barbitúricos y de alcohol. Estaba sola, o se sentía sola y, como en la infancia, se sabía abandonada, o despreciada, o dejada de lado pese a a fama y el éxito. Hay gente dispuesta a todo por no regresar al paisaje de su infancia: Marilyn llegaba tarde a las filmaciones, o no iba a trabajar a los estudios; cuando lo hacía, no recordaba el guion, se perdía en sus líneas o en sus textos largos, parecía impedida de concentración, o exigía repetir varias veces una escena hasta estar de acuerdo con su lo que había hecho frente a la cámara. Estaba encerrada en una jaula dorada de perfeccionismo, baja autoestima y miedo escénico. El gran director Billy Wilder la padeció mucho. Pero la admiró. Y llegó a revelar: “Le costaba concentrarse, siempre había algo que le preocupaba. Dirigirla era como sacarse las muelas. Pero cuando terminabas de filmar, cuando habías sobrevivido a cuarenta o cincuenta tomas y habías aguantado sus retrasos, te encontrabas con algo único e inimitable”. Así era, un portento.

Arthur Miller y Marilyn Monroe en la casa del escritor en Roxbury, pocas horas antes de su boda

Volvió a enamorarse, esta vez de un escritor y dramaturgo prestigioso y desbordante de talento: Arthur Miller. Ambos habían vivido una aventura durante el breve matrimonio de Marilyn don DiMaggio. Fue la más duradera de sus relaciones: se casaron en 1956 y se divorciaron en 1961. El matrimonio terminó poco menos que en desastre. El escritor se había impuesto la tarea de reivindicar a Marilyn, tal como ella pretendía: una actriz seria, capaz, respetable. “En todos los artículos que hablaban de ella –escribió el autor de “La muerte de un viajante”– apenas se encontraba una frase que, en el mejor de los casos, no fuera de condescendencia. Y casi todos esos artículos parecían haber sido escritos por cretinos babosos, que solían convertirla poco menos que una ramera, subnormal por añadidura”. Marilyn quedó embarazada de Miller, pero era un embarazo ectópico y debió abortar: era el décimo tercero de su vida, entre los provocados y los involuntarios.

En esos años volvieron los somníferos, las infidelidades mutuas, ella con Yves Montand, él con la fotógrafa Inge Morath, que sería su siguiente esposa. La fotógrafa Morath lo era también de la película “Vidas rebeldes”, con guion de Miller y dirección de John Huston. En la película, Miller mezcló realidad y ficción y escribió, para que Clark Gable dijera a Marilyn, metida en el personaje de Rosalyn, una frase que el propio Miller había dicho en la vida real a Marilyn: “Eres la mujer más triste que he conocido”. Fue su última película, previa al divorcio con el escritor.

Después llegó el affaire con el presidente John Kennedy. Los presentó Peter Lawford, el mismo que años antes había tenido una historia con Marilyn en sus comienzos. Ahora, Lawford estaba casado con Patricia Kennedy, hermana del presidente, era también cuñado de Robert Kennedy, procurador general del gobierno de su hermano, e integraba el legendario “Rat Pack” (Pandilla de Ratas), que capitaneaba Frank Sinatra y que reunía a Sammy Davis Jr, Dean Martin y Joey Bishop, gente afinada si las hubo, y a quienes después se unieron de modo ocasional, Shirley McLaine, Lauren Bacall, Angie Dickinson, Don Rickles, Judy Garland y la propia Marilyn.

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El presidente John F. Kennedy y su hermano Robert junto a Marilyn Monroe en el backstage de su presentación en el cumpleaños 45 de JFK
(Grosby)

Cuánto duró la relación entre Kennedy y Monroe, cuál fue su intensidad y hasta dónde llegaron ambos, es materia de atractivas teorías conspirativas que no ofrecen demasiadas pruebas firmes. Susan Strasberg, amiga personal de la actriz, dijo alguna vez: “Marilyn no hubiese deseado una relación continuada con Kennedy, ni en su peor pesadilla. Le había parecido bien pasar una noche con un presidente carismático y le atraían el secreto y la excitación, pero no era en absoluto el hombre para ella y a todos nos lo dejó muy claro”.

Seymour Hersh, autor de “The Dark Side of Camelot – El lado oscuro de Camelot, como se conoció al gobierno de Kennedy) desmiente a Strasberg y afirma en cambio que Marilyn estaba enamorada de Kennedy. Se basa también en las cintas de la actriz, hasta hace un tiempo inéditas, grabadas por su psicoanalista, Ralph Greenson, el mismo que la halló muerta en su casa, que fueron la base de un documental de Netflix: “El misterio de Marilyn Monroe – Las cintas inéditas”. Los críticos de Hersh, que los tiene, afirman que no se ajustó demasiado a la verdad en su libro. Hersh es un prestigioso periodista de investigación, autor de una gran crónica sobre la masacre de civiles vietnamitas a manos de soldados americanos en la aldea de My Lai en 1968, y es ganador de un premio Pulitzer.

Por alguna razón Marilyn llamó varias veces al presidente a la Casa Blanca. Kennedy, que temía el carácter volátil de Marilyn, no la atendió; sí lo hizo la eterna y fiel secretaria del presidente, Evelyn Lincoln: una tumba que jamás reveló un solo dato, aun cuando el FBI de Edgard J. Hoover guardaba registro de esas llamadas. El amor entre Kennedy y Monroe, el supuesto enlace posterior con Robert Kennedy, la eventual relación sexual del hermano del presidente con la actriz, después o durante el romance con el presidente, la muerte de Monroe y la presencia de “Bobby” Kennedy en Los Ángeles aquella noche trágica, huyó de la ciudad con la ayuda del siembre bien dispuesto Lawford, alimentan un caudal informativo siempre rico e imposible de confirmar.

Marilyn Monroe le canta el “Happy Birthday” al presidente John F. Kennedy en el Madison Square Garden por sus 45 años. Las últimas costuras del ajustado vestido de color nude fueron hechas una vez puesto

En el libro “The House of Kennedy”, de James Patterson, base de la película “Jackie”, protagonizada por Natalie Portman, su autor sostiene que Jacqueline Kennedy llegó a llamar a Monroe para decirle: “Marilyn, te casarás con John, eso es genial. Y te mudarás a la Casa Blanca y asumirás todas las responsabilidades de una primera dama. Yo me iré de aquí y tú te quedarás con todos los problemas”. Eso es lo que tienen de bueno las teorías conspirativas: todas nacen después de los hechos y son incomprobables.

No importa cómo estuvieran las relaciones entre el presidente y Marilyn, ella llegó a New York el 19 de mayo de 1962 para cantarle el feliz cumpleaños al Presidente, que los cumplía diez días después. La estrella de Hollywood llegó aquella noche en caída libre: tres matrimonios frustrados, adicta al Nembutal y con su halo de luz en peligro de deterioro inexorable en Hollywood. La Fox, que intentaba relanzar su carrera, la puso verde por la escapada a Manhattan cuando en realidad debía trabajar duro en su próxima película, “Something’s got to give”, dirigida por George Cukor y junto a Dean Martin, que quedaría inconclusa por la muerte de Marilyn.

Aquella noche del Madison Square Garden, el festejo adelantado del cumpleaños de Kennedy era una excusa parar reunir fondos para su campaña por la reelección en 1964, ella apareció en el gran escenario metida en un ceñidísimo vestido de gasa color piel, diseño del francés Jean Louis Berthault, por el que Monroe pagó doce mil dólares. La tenue tela llevaba cosidos dos mil quinientos cristales diminutos y era de verdad tan ajustado, que las tres o cuatro puntadas finales fueron dadas ya con Marilyn enfundada en él. Parecía desnuda cuando se quitó el blanco tapado de piel con el que salió a escena, después de la presentación del celestino Lawford. Quince mil personas ahogaron un grito de admiración.

La tumba de Marilyn. Joe DiMaggio, que organizó su funeral, enviaba rosas tres veces por semana hasta su muerte en 1999

Marilyn cantó entonces el “Happy Birthday, mister President” más sensual que se haya cantado nunca, la voz en un ronco susurro, la respiración apenas audible, a capela y a quién le importa. Erotismo puro, y algo más también. Después, Kennedy saltó a escena en cuanto le colocaron el atril con el sello presidencial. Se ocupó, en medio de su discurso, de agradecer a todas las figuras que habían tomado parte de la gala “y a la señorita Monroe, que dejó una película para venir al Este. Yo ya puedo retirarme de la política después de haber tenido un “Happy Birthday” cantado de manera tan dulce”.

Setenta y ocho días después, Marilyn estaba muerta. En 1954, con escalofriante lucidez, le había dicho al guionista y dramaturgo Ben Hecht, un tipo al que llamaban “El Shakespeare de Hollywood”: “Yo era el tipo de chica a la que encuentran muerta con un frasco de pastillas en la mano.” Deshecho por el dolor, Joe DiMaggio se encargó del funeral. Cuando le pasaron la lista de invitados a participar de la ceremonia, tachó uno por uno a la mayoría: “No, este no, este tampoco… Estos son los que la mataron”. Al final, quedaron tres o cuatro íntimos. Nunca se volvió a casar. Durante veinte años envió media docena de rosas frescas, tres veces por semana, a la tumba de Marilyn. Murió el 8 de marzo de 1999, a los 84 años. En 2020 se remató en cuatrocientos mil dólares una carta que atesoraba en su billetera el día que murió. Era de Marilyn y parecía poner remedio a una pelea conyugal. Decía: “Querido Joe, ¡sé que no tenía razón! Actué de esa forma y dije esas cosas porque estaba dolida, no porque de verdad lo sintiera. Y fue estúpido por mi parte estar dolida porque en realidad no había razón para ello. Por favor, acepta mi disculpa y por favor, no, no, no, no estés enfadado con tu nena, que te quiere mucho. Con mucho amor, tu esposa (de por vida), Mrs. J.P Di Maggio”.

Cuando Marilyn murió, su otro ex esposo, Arthur Miller, daba los últimos toques a una de sus obras maestras: “Después de la caída”, que se estrenaría en 1964. Es la historia de un intelectual judío atormentado por el recuerdo de su ex esposa, que se ha suicidado. Dijo de Marilyn: “Para sobrevivir debió ser más cínica. O vivir más lejos de la realidad. Por el contrario, fue una poetisa callejera que había recitado sus poemas a una multitud ávida de arrancarle la ropa. Hay personas tan vivas que no parecen extinguirse cuando mueren”.

Todo muy bonito. Pero era demasiado tarde.

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Las tragedias en la vida de Marilyn Monroe: su última película, la caída final y las dudas sobre su muerte
Hora a hora: los estremecedores detalles del día en que asesinaron a Kennedy



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Versos de amor

Nuevo álbum de Ismael Serrano: “Canción de nuestra vida” – Revista de Arte – Logopress

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Los nuevos versos de ‘La canción de nuestra vida’ celebran el presente, a pesar de las incertidumbres, y nos hablan del reto que supone crecer, invitándonos a amigarnos con el paso del tiempo. «Somos hermosos porque somos reales» dice una de las canciones. Este nuevo álbum incluye también varias sorpresas (alguna reinterpretación de un viejo tema, alguna versión de un autor admirado), pero, sobre todo, esas canciones que se empeñan en encontrar en nuestras pequeñas batallas domésticas esa épica que no siempre somos capaces de ver, esa poesía oculta en las pequeñas cosas.

En palabras del propio Ismael Serrano: «La vida sin música es un etcétera, un aburrido inventario de anécdotas en blanco y negro, un viaje en barco con marejada y en un camarote sin vistas al exterior. La música nos rescata y el empeño del cantautor es encontrar esa canción que ha de convertirse en compañera de nuestra vida, para salvarnos de la pena en los momentos difíciles, para festejar los encuentros, para sobrellevar las despedidas, para recordar el tiempo en que fuimos eternos, para celebrar lo compartido. Una vida sin música es una vida perdida».

Sobre el disco, el periodista Carlos del Amor, comenta: “Es un álbum lleno de interrogantes, porque solo haciéndonos preguntas seremos capaces de resolver todos los principios de incertidumbre. Y entre confesiones, expiaciones, reencuentros y reivindicaciones vas avanzando y te encuentras con la recuperación de «Un muerto encierras» y con ese «ya nunca volverán a hacer nada por vez primera» que casi todos podemos cantar ya con conocimiento de causa.

Es un disco identificable en cada recoveco que, sin embargo, nos presenta a un nuevo Ismael Serrano, capaz incluso de reivindicar alguna victoria, cansado de darse siempre por vencido, como suena en «Saber ganar».

Cuando me llamó para ver si podía escribir algo me entraron dudas. ¿Y si al darle al play me encontraba con algo con lo que no me iba a sentir identificado? No ha sido así, a sus casi cincuenta, sigue escribiendo y cantando a lo que fuimos, a lo que somos y a lo que seremos, aunque ya no cerremos bares a las ocho de la mañana, porque, como oímos en «Tiempo», tenemos ya la edad de nuestro porvenir, una frase que me llevó, el cerebro hace conexiones sin pedir permiso, a ese poema de Caballero Bonald que concluye así: ¿Cómo evitar el simulacro, cómo vivir sin desvivirnos? Surcan los días por tu vientre. Somos el tiempo que nos queda.”

Por otro lado, Irene Vallejo, filóloga y escritora, también comenta: “Tras los pasos de antiguos juglares y poetas de honda huella, Ismael hace camino al cantar. Recorre ciudades y aldeas, teatros y calles; sus palabras resuenan en plazas abarrotadas y en innumerables noches solitarias. Inmerso en la multitud, habla a la soledad que nos habita. Ante la incertidumbre de este tiempo, cuando negros nubarrones amenazan los viejos sueños, su música reivindica la fuerza de la dulzura y el poder de la fragilidad. Al asomarnos a su nuevo disco, entre mensajes secretos escritos a mano sobre papel de carta, nos saluda la mirada de un músico callejero y andariego. La canción de nuestra vida es un tapiz luminoso, un breviario de desnudeces y desconciertos, entretejido de recuerdos y anhelos, ecos nuevos de canciones aprendidas, desatados desamores, divertidos paseos por las fábulas de Esopo, ironías del experto en derrotas que nunca se rinde, versos donde late la indomable obstinación de los vencidos.”

“LA CANCIÓN DE NUESTRA VIDA”, el nuevo álbum de Ismael Serrano, saldrá a la venta está ya disponible en todas las plataformas digitales. Está editado en tres formatos: vinilo, CD jewel y una edición CD especial limitada de coleccionista firmada por el autor.

ISMAEL SERRANO se embarcará en una gira internacional para presentar este nuevo trabajo. El tour “LA CANCIÓN DE NUESTRA VIDA” comenzará el próximo 7 de octubre en Córdoba (Argentina) y se presentará en 10 ciudades de Latinoamérica. A partir de diciembre, el cantautor regresará a España para actuar en ciudades como Madrid, Zaragoza, Vigo, Palma de Mallorca y un largo etc.

Ismael Serrano volverá así a sorprendernos con un nuevo espectáculo lleno de poesía, en el que invita al público a disfrutar del privilegio de escuchar, además de sus éxitos de siempre, sus nuevas canciones. Temas que, sin duda, se convertirán en nuevos himnos para recordar aquel tiempo efervescente en el que nos sentimos intensamente vivos y el futuro era nuestro y lo hará ofreciendo a la audiencia una nueva experiencia musical, huyendo del recital convencional, ahondando en la apuesta teatral que ya adelantó en anteriores giras.

ISMAEL SERRANO

Ismael Serrano (1974), cantautor crecido en Vallecas (Madrid), publica su primer disco “Atrapados en azul” en 1997. Desde entonces ha editado 11 discos de estudio y 4 en directo, siendo “La canción de nuestra vida” el más reciente en 2023, por los que ha obtenido varios discos de oro y de platino así como dos importantes nominaciones: a los Premios Goya como Mejor Canción Original por el tema “KM. 0” y a los Premios Grammy Latinos 2001 como Mejor Ingeniería de Sonido.

Siguiendo la tradición del trovador comprometido con su tiempo colabora con diferentes organizaciones no gubernamentales en defensa de los derechos humanos y la justicia social. Ese compromiso se revela también en su forma de entender el oficio: sus canciones son un espacio de encuentro para aquellos que sueñan con un mundo mejor.

Sus versos nos hablan de esa poesía que habita lo cotidiano y que no siempre somos capaces de ver, de esa épica presente en nuestras pequeñas y grandes luchas diarias. Ha participado en dos producciones cinematográficas argentinas, como guionista y como actor: El hombre que corría tras el viento (2009) y Luna en Leo (2013). También es autor de varios poemarios, cuentos infantiles, columnas periodísticas, relatos y obras de teatro. Sus recitales van más allá del concierto convencional: son propuestas escénicas con un marcado carácter teatral. Serrano proponsobre el escenario una suerte de relato que permite hilar las canciones para darle un vuelo poético a la experiencia musical.



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Versos de amor

Viaje a la Isla de Lesbos: por qué es una meca de las mujeres

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Ahora no, por favor. El sol está a punto de ser devorado por un perfil rocoso que las más devotas dicen que es el de la mismísima Safo, la poetisa griega que nació aquí hace 2.700 años, y nadie quiere perdérselo.

El perfil de Safo, con la boca abierta, se va tragando un sol fuego en el atardecer más bello de esta parte de la isla de Lesbos, al noreste del mar Egeo. La playa de este pueblo de pescadores se puebla como el campo de un estadio en la previa a un concierto de Taylor Swift.

Atardecer en la Isla de Lesbos. Foto: Cézaro de Luca.

Son todas chicas, de distintas edades. Están tan contentas que parecen jovencitas, aunque la mayoría no lo son. Todas coinciden, e invocan la historia y la literatura, en que Safo fue la primera en elevar al rango de poesía el amor entre mujeres.

Y que fue la interpretación de esas odas al amor que Safo de Lesbos celebraba en sus poemas lo que finalmente convirtió al término “lésbico” en sinónimo de atracción entre mujeres.

Sobre el dilema de si la poetisa en realidad amaba a damas o a caballeros, ahora no. Por favor. Porque después del atardecer viene el aperitivo de ouzo, ese vasito mínimo lleno hasta el borde del licor típico de la isla. Aromatizado con anís o hinojo, la graduación alcohólica -que puede llegar al 50 por ciento- lo convierte en un elixir perfecto para el amor.

Recomiendan el que sirven en el bar Flamingo, punto de encuentro para parejas de mujeres o chicas solas. El post-aperitivo está reservado a la caminata siguiendo el itinerario de esculturas de Safo que refuerzan la identidad del lugar y le aportan pintoresquismo.

“En los días de Safo”, obra de John William Goodward en donde pintó a Safo inspirado en un fresco antiguo.

La playa, que los griegos llaman Skala Eresos, se extiende debajo de la acrópolis de la antigua Eresos, a 89 kilómetros al oeste de Mitilene, la capital de la isla. Y aunque el mar es límpido -verde o turquesa según el día-, de no haber sido la cuna de la poetisa, Eresos no convocaría las multitudes que atrae, especialmente en verano.

La velada tipo incluye una cena liviana de tzatziki -esa crema delicia que mezcla yogur griego, pepino, aceite de oliva y menta- y ensalada griega. Y luego hay que mirar qué tiene preparado el Festival de Mujeres que cada septiembre enciende Eresos.

Porque, ¿quién no anheló alguna vez una isla donde no haya que explicar nada? “Había escuchado hablar de una isla para lesbianas, pero creí que era cuento”, dice Ellie, neocelandesa habitada por innumerables piercings que desde que vino por primera vez al festival, en 2021, espera que llegue septiembre como a Papá Noel en Nochebuena.

Mujeres en el festival que cada septiembre se lleva a cabo en la Isla de Lesbos. Foto: Cézaro de Luca.

Eresos fue una de las seis ciudades-estados independientes que se establecieron en Lesbos en la Antigüedad. La isla, de 1.600 kilómetros cuadrados, es la tercera más grande de Grecia.

Safo no es ninguna recién llegada al podio de la admiración. Fue la única mujer con pase de ingreso al olimpo de los poetas que los griegos clásicos habían reservado sólo a 14 autores. Y Platón no dudó en referirse a ella como “la décima musa”.

Pero la leyenda y lo poco que se sabe de la vida real de la poetisa se trenzan de tal modo que a ningún historiador le fue posible desentrañar del todo quién fue verdaderamente. ¿Habrá sido cierto que mantenía relaciones amorosas o sexuales con sus discípulas?

Se sabe que nació aquí, en Eresos, alrededor del año 630 antes de Cristo y que era hija de una familia aristocrática. De otro modo no se explica que, siendo mujer, la hayan educado en las letras y en la música.

Se sabe, además, que luego de un exilio familiar en Siracusa, regresó a la isla y estuvo al frente de un tíaso, un espacio comunitario donde se instruía a jovencitas en las artes y en la religión bajo el amparo de una divinidad que, en el caso de Safo, no podía ser otra que Afrodita.

El colorido de la Isla de Lesbos durante el festival. Foto: Cézaro de Luca.

En realidad, se desconoce cuál era la verdadera sexualidad de Safo. Sobre todo porque en la antigua Grecia no era del todo relevante si la pareja que mantenía relaciones era homo u heterosexual, sino el rol -de dominación o pasivo- que cada uno adoptaba. Hay estudiosos que afirman que tuvo amantes varones y hasta que se casó y fue mamá.

La poetisa dirigió su tíaso entre el año 591 a.C. hasta el 580 a.C., cuando murió. Fiel a su naturaleza trágica y enigmática, la leyenda dice que se arrojó al vacío por la tristeza que le provocó haberse enamorado de un hombre más joven que ella que no la amaba.

La cineasta Tzeli Hadjidimitriou nació en Lesbos y lleva décadas recopilando testimonios de mujeres que se dan cita cada verano en Eresos. Su documental, Lesvia, the herstory of Eressos (Lesvia, la historia-de-ellas de Eresos), revela el valor que esta playa tiene para las mujeres que viajan hasta aquí desde los años ’70 y cómo fueron echando raíces en este lugar tan simbólico para la comunidad gay femenina.

“En agosto de 1980 tomé el primer ómnibus con asientos libres y después de cuatro horas de viaje por caminos angostos, llegué a Eresos”, describe su primer contacto con el pueblo.

“Y tuve una epifanía. Me encontré con dos mujeres que no eran sólo amigas y, lo más importante, sentí que yo quería ser y que era como ellas”, confiesa Tzeli, también fotógrafa y autora de numerosas guías de viaje sobre Grecia.

Y cuenta cómo, a mediados de los ’80, Eresos comenzó a desbordarse cada verano y se convirtió en la tierra del perfume de mujer. “Llegaban de todas partes del mundo. Se sentían con derecho a estar en el lugar y a ser aceptadas”, dice la cineasta que, en los últimos diez años, recopiló cien entrevistas.

“Nuestra escuela fue la playa. Vivimos aquí, aprendimos sobre nuestro cuerpo, sobre cómo viven su sexualidad las mujeres de otras partes del mundo, cómo hacen el amor, cómo reclaman por sus derechos”, enumera.

Eresos era, y es, la geografía en la que nada se finge ni se oculta. “Y encima no era cualquier lugar: era la cuna de Safo, la poeta que habló del amor y la belleza entre las mujeres”, agrega Tzeli. En abril del año pasado, su proyecto, Lesvia, fue premiado en el Festival de Cine de Salónica.

Lesbos es una isla de origen volcánico, como casi todos los amores que se olvidan, se originan o se viven en Eresos. “La mayoría llega después de una ruptura”, bromea Gina, que no se pierde un verano en la isla desde 1984.

Tan inmensa es la fama de Safo como escueto el conocimiento sobre su obra literaria completa. Hay enciclopedias que resaltan que se conoce sólo una oda entera -su Himno en honor a Afrodita- y fragmentos de versos, algunos de los cuales son de difícil comprensión.

Porque Safo componía en dialecto eolio, una rareza ya que el dialecto clásico al que todos estaban acostumbrados en la literatura griega era el ático.

El atractivo de Safo cautivó sin límites. En el siglo XVIII, durante la Revolución Francesa, la reina María Antonieta fue acusada de liderar un grupo llamado “las safistas”.

A pesar de los esfuerzos de la Iglesia por silenciarla -el alto voltaje de sus poemas era considerado inmoral– y los recurrentes incendios que padeció la Biblioteca de Alejandría, donde se conservaba buena parte de su obra,

Safo y su áurea celebrativa del amor sin corsé se convirtieron en un cielo protector para generaciones de mujeres para las que la vida cotidiana implicaba el esfuerzo perpetuo de tener que camuflar su orientación sexual.

En 2014, el hallazgo de un fragmento de un papiro del siglo III permitió identificar dos poesías desconocidas de Safo. Según comentó el estudioso Dirk Obbink, de la Universidad de Oxford, uno de los fragmentos poéticos descubiertos hace casi una década, y que hasta hoy constituyen las últimas noticias sobre Safo, hacen mención a Carasso y a Larico, sus hermanos. El otro estaría dedicado a Afrodita, la diosa de amor.

En 2008 surgió un reclamo entre algunos de los 86 mil isleños que habitan Lesbos: solicitar ante la Justicia griega que la denominación “lesbiana” sea sólo un gentilicio.

Así lo reflejaban las crónicas de entonces: “La audiencia, a la que asistieron cientos de personas, fue promovida por abogados de la isla que dicen no sentirse felices por el hecho de que las lesbianas hayan ‘usurpado’ un término que, según la gente del lugar, debiera tener connotaciones meramente geográficas y no de preferencias sexuales”.

“Nos sentimos muy disgustados por el hecho de que en todo el mundo las mujeres a las que les gustan sus congéneres se apropiaron del nombre de nuestra isla”, decía Dimitris Lambrou, que en aquellos años era editor de una revista y uno de los promotores de la demanda.

La iglesia ortodoxa permea aún con fuerza las costumbres conservadoras de Grecia donde las parejas del mismo sexo no pueden, por ahora, adoptar.

Viajeras en la Isla de Lesbos, en uno de los bares más concurridos del lugar. Foto: Cézaro de Luca.

El primer ministro griego, Kyriakos Mitsotakis, líder del partido de centroderecha que acaba de ser reelecto con mayoría absoluta en segunda vuelta, había nombrado el año pasado un comité para elaborar una estrategia nacional para mejorar los derechos de la comunidad LGBTI. “Sé que queda mucho por hacer”, admitió Mitsotakis en indisimulable campaña electoral.

Algo, sin embargo, está cambiando. Y no sólo porque el gobierno haya levantado la prohibición de donar sangre a los hombres homosexuales. Stefanos Kasselakis, el empresario que lidera hoy la izquierda del partido Syriza, declaró su homosexualidad y su vida en pareja.

De 35 años, Kasselakis fue criado en Estados Unidos, trabajó en Goldman Sachs y ganó las elecciones para presidir su partido con ideas más liberales que comunistas.

Es el heredero en el cargo de Alexis Tsipras, ex primer ministro y una figura clave en la historia griega de la última década, y se convierte así en el primer líder político abiertamente homosexual en la historia de Grecia.

“Lo que sucede en Eresos es único. Y no sólo porque las mujeres se sienten bien aquí. Eresos siempre fue un lugar de inclusión social. Las minorías son bienvenidas”, dice Aspassia, una artista ateniense que se casó con un isleño de Eresos y juntos abrieron un local de diseños refinados en cerámica.

A una cuadra del mar, Apassia vende cofres con forma de pecho femenino desnudo. También colgantes con los colores de la bandera arcoiris y retratos de Safo.

Sobre los amores de la poetisa sigue sin haber acuerdo. Ni las fuentes históricas ni las mujeres que pasan sus veranos en Eresos coinciden en cuál era la verdadera pasión sexual de la figura que las trajo hasta aquí.



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Versos de amor

El peor concierto de sus vidas (1)

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Status Quo. Imagen: dominio público.

Viernes, 23 de julio de 1976. En el Shea Stadium neoyorquino cincuenta mil personas se apretujan para ver en directo a Jethro Tull. El escocés Ian Anderson, cabecilla de la formación, está a punto de participar en lo que más tarde calificaría como el peor concierto de su vida. Y aquellas eran palabras mayores en la carrera de un tipo que tocó con su banda en Denver mientras la policía dispersaba a la audiencia con granadas de gas, o que actuó frente a una multitud entre la que se escuchaban disparos de armas de fuego. Alguien que sobre los escenarios había recibido el impacto de cosas tan agradables como una pelota de béisbol o un tampón usado. El Shea Stadium tampoco era la ubicación ideal para un buen bolo. La acústica del lugar era deficiente, y el zumbido de los aviones sumado a los fuegos artificiales y celebraciones de la zona circundante apagaban por completo cualquier posibilidad de ofrecer un concierto decente. Pero el sonido iba a ser la menor preocupación del músico en aquella noche.

Justo antes de salir a escena, con Anderson fresco como una rosa y con ropa recién lavada para afrontar el show, la cosa no empezó bien: desde la grada situada sobre la entrada de los artistas alguien derramó sobre el impoluto Anderson un vaso de cerveza caliente con una precisión fabulosa. El hombre, fastidiado, remojado y sin tiempo para ir a cambiarse, caminó hacia el escenario, agarró su guitarra y comenzó a entonar los versos de «Thick as a Brick». Y entonces lo olió. Y se dio cuenta. Es cierto que la lluvia dorada es lo que una estrella de rock entiende por un lunes aburrido, pero cuando no existe el consentimiento previo la cosa toma una senda mucho menos festiva. A Anderson le habían meado desde arriba, «un bautismo impío desde las alturas» como apuntaría el músico. Diligentemente, el caballero no detuvo el espectáculo y se tiró el concierto entero con toda aquella orina ajena por encima. Y odiando mucho a la raza humana.

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Jethro Tull en Hamburgo en 1973. Imagen: CC.

Tener un mal día en el trabajo es algo normal para cualquiera. El problema en el caso de los músicos es que una jornada torcida puede acabar degenerando en algo muy anormal para el ciudadano medio: en un desastre presenciado por cientos, miles o millones de personas. Es lo que tiene la vida del artisteo. Un día se te escapan los gallos del corral para destrozar el estribillo y otro patinas en una nota, falla el equipamiento, te riegan con orines, se desata una batalla campal en las gradas o te secuestran en Indonesia para obligarte a tocar a punta de pistola mientras tu mánager está encerrado en prisión acusado de asesinato. Lo típico. El drama bajo los focos, el directo abyecto, el desastre de función. Lo que va a ocurrir en estos artículos es, en el fondo, bastante rastrero e infame, pero históricamente curioso. Una recapitulación del fracasar mejor, que decía Petróleo. Accidentes ante micrófonos, tensiones entre los músicos, playbacks humillantes, Ángeles del infierno homicidas y un rapero con buen tránsito intestinal. Los peores conciertos de sus vidas.

Ready? Fight! 

Las grescas en las gradas durante los actos musicales no son, ni de lejos, un fenómeno reciente. 31 de marzo de 1913, Austria. En la sala más opulenta del Musikverein vienés se organiza una función bautizada como Skandalkonzert («Concierto escándalo»). O el acto donde la batuta de Arnold Schoenberg se encargará de dirigir un repaso a las obras de diferentes compositores de la Moderna Escuela de Música de Viena. Un repertorio conformado por piezas de Anton Webern, Alexander von Zemlinsky, Gustav Mahler, Alban Berg y del propio Schoenberg. Obras cuidadosamente seleccionadas para ser interpretadas durante un evento que no pasaría a la historia precisamente por su elegancia.

Lo cierto es que los polvos que desembocarían en aquellos lodos habían sido sembrados un mes antes. En el mismo Musikverein, Franz Schreker había dirigido en febrero una composición de Schoenberg que fue recibida con entusiasmo y aplausos. Alabanzas que el propio Schoenberg rechazó públicamente con mucho desprecio, al considerar al público vienés como un rebaño de conservadores apolillados. Y, quieras que no, aquello no sentó bien entre los habituales de la sala, gente que le puso una cruz al músico y juró vengarse en un futuro cercano. El Skandalkonzert fue el momento ideal para resarcirse. La audiencia rencorosa no dejó de tocar los huevos durante toda la ceremonia, alegando que tanto expresionismo y experimentación eran una atentado contra el buen gusto. Los ofendidos comenzaron a increpar a los seguidores de Schoenberg, presentes en la sala, y aquellos entraron al trapo. La cosa degeneró en una tumultuosa pelea donde, además de partirse los morros, los finolis vieneses también arrojaron todo tipo de objetos por los aires y destrozaron el mobiliario de la sala. En un momento dado, el organizador del concierto, Erhard Buschbec, se aproximó a uno de los asistentes más tensos y le proporcionó una bofetada tan potente que le cambió el apellido. Aquella espléndida torta acabaría provocando una demanda contra Buschbec y el evento sería rebautizado popularmente como Watschenkonzert («Concierto bofetada»). Durante el juicio posterior, el compositor Oscar Straus sería convocado como testigo, y declararía de una manera exquisita que la hostia a mano abierta había sido «el sonido más armonioso de toda la velada».

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Caricatura de los hechos ocurridos en el SkandalKonzert aparecida en Die Zeit en 1913. Imagen: Dominio público.

A finales de los sesenta, las actuaciones de rock en Escocia proporcionaban cheques más jugosos a los artistas que aquellas concertadas en el resto del Reino Unido. Pero eso no se debía a que los norteños fueran más generosos a la hora de valorar la música. Sino a que actuar ante escoceses alcoholizados suponía un mayor peligro para la integridad física, por lo que era necesario ofrecer un bonus de pasta para atraer a las bandas. Aún a sabiendas de ello, en 1969, Status Quo se aventuró a fijar un concierto en Dundee.

Inicialmente, el curro no pintaba mal, ofrecer un show en un local nuevo de cierto lustre para unas mil quinientas personas. Pero pronto quedó bastante claro que el verdadero espectáculo lo darían los congregados en calidad de público: las hostilidades entre los asistentes crecieron hasta degenerar en un combate multitudinario donde, eso sí, imperaba un hermoso sentimiento de igualdad entre géneros: «hombres pegando a hombres, hombres pegando a mujeres, mujeres pegando a hombres, mujeres pegando a mujeres. Aquello era como el salvaje Oeste», recordaría Francis Rossi, «la gente se reventaba botellas en el cuello, los vasos volaban […] Afortunadamente, alguien nos dijo «Coged vuestras cosas, largaos y volved por la mañana». Y no discutimos, empaquetamos todo y nos fuimos de allí». A la mañana siguiente, el grupo se presentó de nuevo en el local y se encontró con otra estampa muy diferente a la de la noche anterior: una veintena de limpiadoras esparcidas por el lugar, frotando con fuerza las manchas de sangre de «aquel encantador parqué recién estrenado».

Toronto, 1973, algún programador con muy poca vista consideró que sería buena idea organizar en el Massie Hall un concierto doble de Genesis y Lou Reed sin tener en cuenta que quizás los equivalentes líquidos más inmediatos de ambos serían el agua y el aceite. Antes de iniciarse el evento, la división demográfica de la platea ya daba pistas de que aquello no podía salir bien: los fans del grupo inglés miraban de reojo a los seguidores del excabecilla de The Velvet Underground, temiendo que aquellos les fueran a morder en algún momento. A Genesis le tocó abrir el acto y la cosa no pudo arrancar de manera más prometedora: cuando Tony Banks comenzó a tocar en su mellotron la intro de «Watcher of the Skies», algún miembro del Team Reed gritó «¡Eso suena como el puto Beethoven!». A lo largo del recital sucedió lo inevitable y las hostias comenzaron a volar entre los dos bandos del público. Steve Hackett, presente en el lugar para acompañar al músico americano, resumió el acto de la manera más acertada posible: «Aquello se transformó en un intercambio de puñetazos entre los fans de Reed, gente que le daba a las drogas y los fans de Genesis, que eran más propensos a darle al té earl grey».

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Lou Reed en 2004. Imagen: CC.

A principios de los ochenta, Zimbabue logró independizarse de los británicos y las autoridades del país invitaron a tocar durante las ceremonias oficiales a un Bob Marley que siempre se había mostrado defensor de la causa. «Me huelo que la independencia de Zimbabue está cerca», había declarado unos meses antes el cantante de reggae. Y eso es importante, porque para que Marley oliera algo aquello tenía que oler muy fuerte. El músico no solo aceptó la invitación, sino que además se dejó sus buenos cuartos costeando un ejercicio de logística carísimo, al trasladar en avión veintiún toneladas del mejor equipamiento musical que tenía a mano, con el fin de ofrecer un concierto a la altura.

La actuación tuvo lugar en el estadio Rufaro, en Hanare, ante una festiva masa compuesta por cuarenta mil personas. Entre tanto asistente, se encontraban personalidades gubernamentales, dignatarios de diversas partes del globo, la primera ministra de la India, Indira Gandhi, o un príncipe Carlos que había acudido a Zimbabue para ponerse en pie con gestito solemne cuando los lugareños descolgasen la bandera británica de los postes oficiales. El problema es que a las puertas del estadio, y por cosas del aforo limitado, se apelotonaban otros miles de seres humanos con ganas de contemplar el recital. Marley comenzó a tocar, avivando el ambiente con gritos de «¡Viva Zimbabue!» [sic] entre canción y canción. La peña se vino muy arriba, y los que se habían quedado fuera también trataron de venirse muy adentro, intentando colarse en el recinto, provocando tumultos, empujones y un descontrol generalizado entre el apretujado público. 

Ante el barullo, la policía se empezó a poner bastante nerviosa y, al no tener muy claro cómo reaccionar, ejecutó el protocolo policial universal de emergencia: lanzar gases lacrimógenos contra la peñita. La humareda tóxica irrespirable no solo causó pánico entre el público, sino que también espantó a los miembros de la banda que estaban tocando. Las vocalistas Marcia Griffiths y Rita Marley, esposa de Bob, fueron las primeras en huir al backstage con los ojos llorosos. Cuando se despejó el ambiente, los músicos volvieron al escenario y descubrieron que Bob Marley no se había movido del sitio y seguía cantando a su bola como si nada. El equipo ocupó de nuevo sus puestos y reanudó sus labores musicales junto al jefe. Y esta anécdota no es tanto la de una función accidentada como la evidencia de una realidad: la de que Marley, un tío que se había tirado las horas previas al concierto visitando granjas de marihuana cercanas para catar los cultivos, fue un hombre dotado del superpoder de ser inmune a cualquier tipo de humaredas o fumigaciones.

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Bob Marley en Dublín, 1980. Imagen: CC.

En 1981, en un bareto de Colwyn Bay, una pequeña localidad de Gales, se celebró un pequeño evento reuniendo bandas guitarreras de la época. Entre ellas, se encontraba Black Flag, una pandilla de punkis de la Costa Oeste norteamericana, cuyos conciertos eran muy populares por degenerar siempre en un battle royale sobre la pista de baile. Unos meses antes, el cantante Ron Reyes, había abandonado a Black Flag en mitad de un concierto en Redondo Beach, porque estaba hasta las pelotas de lo violentas que eran las parrandas que aquellos invocaban. En aquella ocasión el grupo decidió seguir adelante con el bolo sin el vocalista, tocando una y otra vez una versión de «Louie Louie» y rulando el micrófono entre los espectadores para que aquellos la (des)entonasen entre una hostia y otra.

El acto de Cowlyn Bay suponía el debut en tierras galesas de Black Flag, pero los espectadores no tenían demasiado claro cómo afrontarlo. Una parte del público desconocía el repertorio y otra los consideraban demasiado hardcores, así que la audiencia se dedicó a lidiar con el recital utilizando el comodín punk: partiéndose los dientes haciendo pogos, y arrojando contra el grupo todo lo que tenían a mano, en un evidente gesto de agradecimiento por las melodías que aquellos trovadores entonaban durante aquella hermosa velada. Mientras las salvajes galletas volaban entre la concurrencia, a un chaval se le rompió un cinturón de balas, desperdigando todos los proyectiles ornamentales por el suelo. Y a otros adolescentes se les ocurrió la estupenda idea de recoger la munición del suelo, para lanzarla contra los chicos de Black Flag. Una de esas balas aterrizó con contundencia en la cabeza del guitarra Greg Ginn cuando aquel interpretaba «Padded Cell», abriéndole una brecha de la que comenzó a brotar un hilo de sangre que lo cegó momentáneamente. El guitarrista correspondió la ofrenda arrojando una silla plegable contra el público antes de darse el piro junto a su banda. Poco después, regresó ante el micrófono sujetando la bala entre los dedos y berreando a los presentes «Uno de vosotros, cabrones, ha lanzado esto y acaba de joderlo todo. ¡Buenas putas noches!». La gira internacional de la que formaba parte aquel concierto estuvo repleta de reyertas similares, pero acabó siendo un tremendo éxito de imagen y de popularidad para la banda.

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Henry Rollins ladrando con Black Flag en 1983. Imagen: CC.

Break stuff in Woodstock

Limp Bizkit es una de esas cosas que han envejecido de la peor manera posible. A finales de los noventa y principios de los dos mil, ellos eran el reflejo de la ira adolescente norteamericana, pero lo que tienen esas edades es que con el tiempo dan más pena que otra cosa. «Rap rock» decían que era eso, lo que nos faltaba, y además, a diferencia de Hannah Montana, sin saber aprovechar lo mejor de los dos mundos porque iban justitos de rap y cortos de rock. Lo curioso es que el propio líder de la tropa, Fred Durst, tampoco sentía mucho afecto por todos sus seguidores: «Durante años, miraba a los fans y veía entre ellos a un montón de los matones y gilipollas que me hicieron bullying y arruinaron mi vida», explicaba Durst a la revista Rolling Stone en 2009, «esos tíos de repente usaban mi música como combustible para torturar a otras personas, e incluso se vestían como yo. La música estaba siendo malinterpretada y la ironía del asunto me afectó […] Ni siquiera escucho ya a bandas parecidas a Limp Bizkit, lo que me gusta es el jazz y las canciones tristes». Durst había crecido siendo fan de The Cure, The Smiths o Bauhaus, y aseguraba que por eso mismo fue víctima de bullying. Aunque lo de tener esa base musical y acabar haciendo rap rock sería un poco para hacérselo mirar, eh. En el fondo, lo mejor y más gracioso que nos ha dado Limp Bizkit es al guitarrista Wes Borland. Porque ese es el tío que, a base de vestuario retorcido y body painting malrollero, siempre parece estar en una banda completamente distinta a la de sus compañeros de formación. El despistado que se presenta en una fiesta pensando que la celebración es de disfraces pero, cuando se da cuenta de que no es así, decide seguir adelante con todo. En serio, miradlo aquí, o aquí, o aquí, o aquí. Bien por él, joder, no vas a ser guitarrista y vestir con gorra p’atrás y camiseta XXXL.

En 1999, Limp Bizkit lanzó el single «Break Stuff» acompañado de un videoclip con cameos de estrellas del momento: Eminem, Snoop Dogg, Jonathan Davis de Korn, la modelo Lily Aldridge, Dr. Dre y un Pauly Shore que por aquel entonces ya debía de estar viviendo debajo de un puente y utilizando como espejo un charco para peinarse. Ese mismo año, la banda también se sumó al cartel de una nueva edición del festival Woodstock que se celebraría a finales de julio. O el tercer intento de revivir el evento de la paz y el amor tras un Woodstock ’94 que había sido rebautizado popularmente como «Mudstock» al convertirse en un gigantesco y caótico barrizal donde todo el mundo, artistas incluidos, acabó rebozado en lodo. Desgraciadamente, Woodstock ’99, en lugar de arreglar las cosas, terminó enterrando para siempre el evento al degenerar en una catástrofe colosal, donde muchos acusaron a Limp Bizkit de ser responsables.

El macrofestival Woodstock ’99 fue un auténtico despropósito en todos los sentidos: cuatrocientas mil personas, temperaturas cercanas a los cuarenta grados en una explanada de cemento, un equipo de seguridad ineficiente formado por chavales sin experiencia que se dedicaban a robar enseres y emborracharse con las bebidas confiscadas, precios disparatadísimos en los puestos de comida y bebida, dos escenarios principales separados por tres kilómetros de distancia, fuentes con agua contaminada y lavabos insuficientes que no tardaron en reventar para convertirse en surtidores de heces. Géiseres de mierda que enfangaron el lugar mientras los asistentes se daban baños de barro sin saber que se estaban rebozando en caca. Los más amables definieron la zona como un «campo de concentración». Y la música se convirtió en algo que sonaba de fondo durante la tragedia cuando la peña asistente comenzó a asalvajarse. Dexter Holland, de The Offspring, tuvo que llamar a la calma cuando vio que había cavernícolas entre el público propasándose con las mujeres. The Tragical Hip fueron recibidos con una lluvia de botellas. Los miembros de Guster tocaron sintiéndose realmente incómodos ante la violencia reinante. Alanis Morissette cantó entre abucheos. A Sheryl Crow las multitudes la trataron de manera lamentable, e incluso llegaron a arrojarle heces al escenario. Según la cantante, aquel fue el peor concierto de su carrera.

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Limp Bizkit en 2012. Imagen: CC.

El sábado 24 de julio, el tercer día del evento, todo estalló definitivamente. Limp Bizkit salió a escena ante una audiencia muy encabronada. Tras tocar durante un rato, los organizadores rogaron a la banda que tratase de calmar las aguas entre sus fans. Durst lo intentó, pero de mala manera: «Nos comentan que os pidamos que os relajéis un poco», le dijo a los presentes, «dicen que mucha gente está resultando herida. No permitáis que nadie salga herido, aunque no creo que tengáis que relajaros. ¿Relajaros? eso es lo que ha logrado hacer con vosotros Alanis Morissette, cabrones. Si alguien se cae, ayudadle a levantarse». El set continuó hasta que la cosa se salió de madre durante la interpretación de «Break Stuff». A media canción, Durst animó a los cientos de miles de presentes a dejar salir todo el odio y la negatividad allí mismo. Y el público cumplió la orden comportándose de manera mucho más violenta, peleándose agresivamente, arrancando planchas de contrachapado de las estructuras cercanas para surfear sobre los festivaleros, y en general haciendo lo que rezaba el título de la canción. 

A lo largo de las horas posteriores, Woodstock ’99 se convirtió en una guerra de descerebrados, agresiones sexuales, mierda a paladas, peleas constantes y destrozos generalizados. Al día siguiente, la organización decidió repartir diez mil velitas entre la audiencia para que fueran encendidas cuando los Red Hot Chili Peppers interpretasen «Under the Bridge», en recuerdo de las víctimas de la masacre de Columbine, sucedida tres meses atrás. Por alguna razón, lo de repartir material inflamable entre cientos de tarados, que ya habían comenzado a prender y avivar hogueras antes de tener velas a mano, no fue la mejor de las ideas. Cuando los Red Hot Chili Peppers comenzaron a tocar una versión del «Fire» de Jimi Hendrix, la gente se vino mucho más arriba y las llamas comenzaron a aflorar por todo Woodstock. Los festivaleros alimentaron las hogueras con las planchas de madera contrachapada que habían arrancado de las estructuras, con la basura cercana y con las vallas de seguridad que rodeaban el recinto. En cierto momento, una torre de sonido en llamas se vino abajo de manera muy aparatosa cuando el público, que a aquellas alturas parecía estar formado exclusivamente por mandriles, comenzó a trepar alegremente por su base mientras la cosa ardía. Tras el concierto de los Red Hot Chili Peppers, Anthony Kiedis se asomó al escenario y evaluó la situación con un muy sereno «¡Hostia puta! ¡Lo de ahí fuera es Apocalypse Now!».

Woodstock ’99 se saldó con tres muertes (una como consecuencia del calor, otra por un paro cardiaco, y la última por un atropello en el parking), centenares de agresiones sexuales de todo tipo, miles de heridos, toneladas de basura y unas instalaciones completamente destrozadas y calcinadas. Lo más espantoso es reconocer que el número de víctimas en este dantesco recuento casi parece un milagro. Porque, teniendo en cuenta el salvajismo imperante entre las cuatrocientas mil personas, las bajas podrían haber sido muchísimo más elevadas con bastante facilidad. En los días posteriores, se acusó a Limp Bizkit de ser los detonadores de la catástrofe en Woodstock al haber hostigado a las multitudes. El cantante Jonathan Davis, aquel que aparecía bailando en el videoclip de «Break Stuff», culpó en un principio a su colega Durst de «haberlo jodido todo» conscientemente, pero después, y ya en frío, recularía dicha afirmación. John Scher, coproductor y responsable del evento, delegó toda la responsabilidad del desastre en la actuación de Limp Bizkit. Y aunque aquí no le tenemos mucho aprecio a Fred Durst, y estamos de acuerdo en que lo de azuzar al público fue deleznable, sí que tenemos claro que a Limp Bizkit se les utilizó vilmente como cabeza de turco. Y que el cabrón de Scher es un psicópata avaricioso que a lo mejor debería de estar encerrado. A día de hoy, Fred Durst se ha convertido en tu abuelo después de los vinos, y gusta de anunciar que va a canturrear «Break Stuff» con un «Quiero dejar esto claro: esto no es Woodstock ’99. A tomar por el culo con toda esa mierda».

Secuestro

En 1975, Deep Purple se encontraban de gira y dispuestos a realizar el trayecto entre Australia y Japón cuando al mánager del tour, Rob Cooksey, se le ofreció la posibilidad de pactar un concierto por el camino, en Indonesia. Asumiendo lo que parecía un trabajo fácil con el que sacar unos billetes extra, y aprovechando que la banda utilizaba un avión privado, Deep Purple aceptó el nuevo bolo sin llegar a imaginar que aquello acabaría convirtiéndose en una pesadilla chunguísima para todos. 

Las cosas comenzaron a pintar mal nada más aterrizar en Yakarta, lugar del concierto. Indonesia en aquellos años vivía bajo una hermosa dictadura militar, y aquello provocaba que las cosas no funcionasen por esas tierras como lo harían en cualquier país civilizado. Al llegar, Deep Purple y su equipo fueron recibidos con alegría en el aeropuerto y escoltados hasta el hotel por el ejército del país, cuyos soldados parecían trabajar a las órdenes de los responsables indonesios del evento. Los miembros de la banda reconocían que era una situación muy extraña: un desfile de coches militares y un par de tanques los pasearon solemnemente por las calles de una Yakarta donde se agolpaban miles de personas para ver a los exóticos norteamericanos. Entretanto, Cooksey decidió inspeccionar el local donde iba a realizarse el concierto. Y en lugar de encontrarse con un teatro para siete mil personas, como estaba pactado, descubrió que lo que las autoridades habían montado era un escenario, construido con cajas de frutas, en un emplazamiento para ciento veinticinco mil asistentes. Además, se le informó de que los chicos de Deep Purple estaban obligados a ofrecer dos funciones, en vez de un solo concierto como se había acordado, en dos días seguidos. Cabreadísimo, Cooksey concertó una reunión con los responsables para renegociar el contrato, en el hotel donde se alojaba el grupo y una vez finalizado el primer concierto.

El encuentro comenzó de buenas, pero degeneró en gritos, desplantes y las pelotas muy hinchadas de un Cooksey al que tan solo le habían pagado siete mil pavos por un macroconcierto que, calculaba, debería de haber generado más de setecientos mil dólares en concepto de honorarios para el grupo. Los promotores decidieron ignorar a mánager, se levantaron y se fueron sin llegar a un acuerdo.

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Deep Purple en su etapa Mark IV en 1976. Imagen: Dominio público.

Poco después de la reunión infructuosa comenzó el infierno: uno de los guardaespaldas de la gira, Patsy Collins, se cayó de manera inexplicable, y muy sospechosa, desde una altura de seis pisos y a través del hueco de un ascensor, falleciendo como consecuencia de las heridas antes de poder ser trasladado a un hospital. Durante la madrugada, la policía irrumpió en el hotel para llevarse a Cooksey, a Glenn Hughes y al segundo guardaespaldas, Paddy the Plank, a la prisión de una comisaría, acusándolos del asesinato de Collins. «En mi opinión fue todo un montaje para quitarme de en medio», explicaría Cooksey, «el grupo tenía que actuar de nuevo esa noche y fueron obligados a ir del hotel hasta el escenario a punta de pistola, literalmente. Dejaron salir a Glenn de la cárcel para que tocase junto a los otros miembros, pero el show no duró demasiado: a los veinte minutos de concierto el público inició una revuelta y la policía comenzó a cargar y a soltar los perros contra los espectadores». Mientras tanto, sobre las tablas, los miembros del grupo miraban al suelo sin atreverse a moverse mucho o abrir la boca.

Al día siguiente, Cooksey, Hughes y Paddy fueron juzgados en un acto que más que un evento oficial parecía una escena de una peli de serie B: «El juez era un militar al estilo Idi Amin, recubierto de medallas», recordaría el mánager, «se pasó todo el proceso jugando con una pistola, poniendo balas en ella y haciendo girar el tambor. Al final, dijo que en su opinión todo aquello era un «trágico accidente», y sentenció que antes de dejarnos libres tendrían que pasar por la formalidad de hacer una copia de nuestros pasaportes. En resumen, tuvimos que pagar dos mil dólares para recuperar los pasaportes». 

Pero los problemas no terminaron ahí: el trío fue escoltado desde el juzgado hasta el aeropuerto, donde les esperaba el resto del equipo, y al llegar descubrieron que alguien había pinchado una de las ruedas de su avión. «Para arreglarlo teníamos que pagar diez mil dólares para hacer uso de un gato y una llave especial, que nadie allí parecía saber usar. Los roadies Ozzie Hoppe, Baz Marshall, el ingeniero del avión y yo mismo tuvimos que ocuparnos de cambiar una rueda… de un Boeing 707. La cosa estaba tan tensa que el equipo comenzó a trazar un plan para agarrar a alguno de aquellos oficiales indonesios, secuestrarlo y arrojarlo al océano de camino a Japón. Pero me enteré a tiempo y les convencí de olvidar el tema». Cuando la banda por fin pudo escapar de aquella locura, su abogado aterrizó en Indonesia solicitando una reunión con los promotores para exigir explicaciones. «Le persiguieron por la habitación con un machete. Se vino a Tokio y nos dijo «olvidadlo»».

(Continuará)





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