Versos de amor
La poesía, esa conversación

Recientemente, Adolfo Castañón fue entrevistado por Alejandro Arras para la revista Letras Libres. En ella, Arras lo describe como “bibliófilo, ensayista, poeta y editor heroico”. Todas esas y otras muchas cosas más ha sido y es Castañón, que en la conversación narra diversos episodios de su vida, su relación con algunos maestros y amigos, y culmina con una frase que lo pinta de cuerpo entero. A la pregunta de qué le diría a los jóvenes, el autor responde: “Que sigan su camino, que no se distraigan con las voces de los supuestamente mayores y con experiencia. Y a mí mismo, yo me diría —aquí y ahora— que nos tenemos que dar tiempo. Nos tenemos que dar espacio y nos tenemos que dar una pausa para que haya serenidad, armonía, capacidad de convivencia, gusto por la vida y atención al grillo que está cantando, al pájaro que está cantando en la mañana y al viento que pasa”.
YO YA NO SOY JOVEN, pero he tenido la fortuna de que Castañón me dé consejos e incluso me regañe por no voltear a ver el cielo “al menos una vez al día”, de modo que sí me han “distraído” su voz y su experiencia. También he leído su poesía, que es otra forma de decir que en mi camino su voz me ha acompañado por largo tiempo, una voz que —de algún modo no extraño— reproduce en muchas de sus instancias el “gusto por la vida” y que, sobre todo, permite a sus lectores escuchar al pájaro y al grillo.
Acaba de aparecer el libro de Adolfo La campana en el tiempo, 1970-2020 (Universidad Autónoma de Sinaloa / Universidad Veracruzana / Benemérita Universidad de Puebla, 2023), volumen de 860 páginas que reúne cincuenta años de ejercicio poético, es decir, de ejercitarse en la vida y construirla, también, con las palabras, porque nada somos sin lenguaje y el lenguaje nos permite no sólo vislumbrar mundos nuevos, sino crearlos. El volumen tiene un subtítulo: Poesía, fábula y a veces prosa, que nos avisa de algunas de sus partes, aunque se trata de un libro de poesía. Podría ponerme lírica y decir que es un libro de poesía, porque todo lo es, pero prefiero señalar que si bien es común decir que la poesía refiere al mundo, yo soy de quienes piensan que la poesía lo inventa, incluso con sólo pronunciar una sílaba tan simple como sí. Y sí es lo que dice Adolfo Castañón a la vida en cada uno de los poemas que encontramos aquí, aunque hable del suicidio, aunque —ya con ironía o con rabia— relate puntualmente los espacios del mundo que hemos ido destruyendo o nos diga del amor y sus tristezas. (Acoto aquí que aunque Adolfo sea un hombre risueño, porque lo es, La campana en el tiempo tiene pasajes inmensamente tristes, lo que para mí es maravilloso, pues mi canonómetro mide las obras por número de lágrimas). Aun así —y eso es lo que provoca el choque milagroso de la poesía— lo que hace Castañón es decirnos que, pese a todo, el mundo está bien y están bien las cosas sencillas que ofrecen la felicidad: “Tener una casa limpia, cómoda, hermosa, / un jardín alfombrado de plantas aromáticas.” Esa casa “cómoda, hermosa”, es también la poesía, la literatura. Al leerlo podemos recorrer, junto con Castañón, las estancias literarias de su andar y con ello descubrir a sus padres tutelares, cuya lista es larga y no vale la pena reproducirla como si fuera un hallazgo, pues, aunque al poeta no le “importa que un crítico —podría ser yo mismo— venga a decirme que soy víctima de una influencia”, el propio autor se ha encargado de decirnos los nombres y las señas de sus bienqueridos. En “Consolación de la minoría”, nos dice con toda claridad que agradece al crítico que le señale sus influencias pues “yo voy en busca de mis influencias como el muerto va en busca de sus delitos. Pero el que influye, empuja, ¿y quién iría a buscar la fama pidiéndole a un muerto que lo empuje por la espada?”.
He tenido la fortuna de que Adolfo Castañón me dé consejos e incluso me regañe por no voltear a ver el cielo al menos una vez al día
PAZ, REYES, MONTEJO, sus amigos, sus contemporáneos, sus discípulos e incluso inopinados personajes, se reúnen aquí, por la invitación de Adolfo, a una especie de banquete, de coloquio o hasta de curiosa celebración litúrgica, donde las letras van dándose la mano para asir las palabras de una larga conversación, por medio de poemas, de prosas y también, ¿por qué no?, de traducciones. Todos los temas son aptos para charlar y ni siquiera la muerte puede hacer que el canto se detenga, su sola enunciación consigue exorcizarla. Dice Adolfo, traduciendo al holandés Jan Jacob Slauerhoff:
desde hace mucho mi vida
[terminó
¿cómo podría cantar un muerto?
Ya no vive en mí ninguna canción
Sobre las playas de los océanos
en las sombrías profundidades
[de los bosques
todavía escucho alzarse
[el gran estremecimiento
Uno no elige al azar lo que traduce: esas palabras que en otra lengua nos reclaman dicen tanto de nosotros como nuestro poema más amado. Así que es posible pensar, parafraseando a Adolfo, que la traducción sea la tercera mitad de su corazón, como lo muestra la amplia sección “Cuadernos del calígrafo (traducciones, transcripciones)”, donde hallamos la lista de sus querencias en otra lengua, inventario que va de Li Po a Gil Vicente y su “Lamento de María la Parda”.
Debo decir que me asombró toparme con la primera campanada que nos llama a misa en este libro, un anuncio singular:
—Perdone, ¿por dónde se llega al cementerio?
—Siga caminando derecho: no hay forma de perderse.
—¿Y si dejo de caminar?
—Quiere decir que ya llegó.
Por un momento me asusté. ¿Qué era eso de hablar del cementerio cuando apenas estamos comenzando? Luego me di cuenta de que era otro de los múltiples guiños de Adolfo Castañón —que siempre habla en parábolas— para decirme a mí que seguía andando. ¿A mí? El libro, ¿me habla a mí? La condición extraordinaria de la poesía es que nos habla a nosotros y somos nosotros —los lectores— a quienes alude el cuerpo del poema siempre. De modo que sí, me habla a mí, y a ti, a cualquiera que abra sus páginas.
El libro —sin contar las cartas o poemas de los amigos que incluye (de Eliseo Diego, Rafael Cadenas o Sergio Mondragón)— o los comentarios a su obra (de David Noria o Arturo Echavarría, por ejemplo) se divide en dos sencillas partes: poesía y (a veces, diría Adolfo) prosa, pero todo es poesía en esta Campana pues de ella se desprende una visión que sólo puede ser expresada, concebida e imagina-da por un poeta.
COMO ES LA OBRA de una vida, es difícil abarcarlo todo en este comentario y sólo hablaré en breves líneas de poemas o rasgos por los que siento debilidad. Comienzo por El reyezuelo (1978), un notable poema en prosa en el que Castañón construye —a la manera de los clásicos, pero también conforme a las enseñanzas de un La Rochefoucauld o Chamfort— una crítica mordaz de los habitantes de la polis: sus poetas mendigos y la fauna obsequiosa y promiscua que medra en esa corte de obvias referencias nacionales. Aunque haya sido escrito hace 45 años, en él podemos encontrar nuestro presente:
César es un padre para el pueblo. Gobierna el Imperio como quien administra su casa. Para él, no hay mejor fámulo que un familiar. Como en los magistrados ve criados, para César los mejores siervos del Estado son sus consanguíneos. César tiene una parentela caprichosa. Todos lo sa-
ben, todos la temen.
Pero el título de esta obra no alude únicamente al estatuto de un personaje y su corte. Ave de insistente reclamo, la más pequeña de Europa, el reyezuelo es también una especie de gorrión (Regulus regulus) que aquí recorre la polis denodadamente y nos anuncia un doble cometido del poeta: el paseo por la urbe —la real y la letrada— y la insistencia de un reclamo de “civilidad crítica”. A partir de este libro, Castañón nos acostumbrará a leer en él los signos significantes, incluso en sus silencios, para entender finalmente un propósito anunciado más tarde en su “Plegaria del jardinero”: “Que otros funden: yo prefiero restaurar / Ahí estaré cuando otros engendren / Cuidando lo engendrado / La muerte será de otro modo generosa”.
El libro, ¿me habla a mí? La condición extraordinaria de la poesía es que nos habla a nosotros y somos a quienes alude el cuerpo del poema
Hay muchos Adolfos en esta campana que tañe en el revés del tiempo.
El poeta civil, el que vive asediado por la ciudad y aun así, amándola; el
amante rendido, el observador, el jardinero fiel. Y está también el poeta que retoma al Paz que miraba la ciudad destruida, y es nuestro autor un nuevo, renovado crítico del despojo y la miseria, el que nos dice todo el tiempo que “la ciudad respira muchedumbre. / Tararea basura”. La ciudad es el centro de ése que yo considero uno de los más importantes poemas extensos del siglo XX mexicano: Recuerdos de Coyoacán (1997). “Era otro y soy el mismo. / Yo no sé si fui feliz”, dicen sus dos primeros versos y más allá del motivo evidente que alienta la escritura —el histórico 68—, o las deudas literarias explícitas en el poema (Paz, Reyes, entre otros), Castañón compendia las coordenadas de una poesía atenta a las relaciones del poeta con la ciudad y con los otros pero, sobre todo, ilustra el cambio de perspectiva de los poetas frente a la historia: “Hablábamos del instante / y nuestro presente ya era el pasado: una ilusión”. Su viaje en el tiempo nos enfrenta con el destino de la expresión —primero rebelde, luego coloquial— con la que su generación se inició en la poesía, hasta el lenguaje cuya intención es demarcar el territorio íntimo donde el poeta elabora de nuevo las preguntas fundamentales: tránsito a través del cual nos revela que el andar del paseante puede concebirse como un tránsito purgatorio.
Entre aquellos dos primeros versos —“Era otro y soy el mismo. / Yo no sé si fui feliz”— y los que cierran Recuerdos de Coyoacán: “Soy el que quién sabe. / Soy el que todavía no”, existe una voz dubitativa, expresión de la conciencia frente a la historia. “Sólo fechas fatídicas, pues que nunca tuvimos holocausto”, nos dice Castañón, y el “yo” que enumera e interroga a estas fechas transita el Purgatorio del que “no sabía ser”, del que no encuentra su lugar y en cada recorrido reclama por los huesos de la historia, preguntándose:
“¿Qué quieres? ¿Quieres?”. “Nadie alcanza lo que busca”, se responde el poeta. “Soy el que todavía no”. Y en esa carencia el poema consigue revelarnos una de las claves para entender a una generación que, escéptica de la historia, recuenta la realidad e insistentemente busca su sentido.
Adolfo lo persigue en México, Bogotá, París, Caracas… Su “Siesta del viajero frecuente” nos muestra al poeta que recorre el mundo en esa desesperada búsqueda de sentido. Su tránsito no está exento de la crítica propia del moralista, pero hay algo en él que deja de ser sentencia para convertirse en reclamo a la violencia de la miseria, a la violencia, peor, de la burocracia:
El pordiosero abre su mano
en París o en Bogotá.
Te mira a los ojos
o deja caer el rostro entre
[los hombros
en el puente de Santa María
[de Buenos Aires.
Un cadáver en Perpiñán o un santo
[en el Paseo de Gracia
estira el brazo para darnos
otra oportunidad en Caracas.
El mundo es hermoso
como una cascada iluminada,
la basura nos sigue como
[una sombra.
¿Y tú qué?
Aquí no se permite fumar.
Al fondo a la derecha,
bajando las escaleras,
al llegar al pasillo
llena usted la forma
que dice destino con su nombre
[completo,
y luego la entrega en la ventanilla
[del avión.
DEBO, POR ÚLTIMO, ADMITIR, que los textos en prosa que escribe Castañón son de mis favoritos en su obra. Tal vez me emociona la intuida sensación de que el poeta que escribe esas prosas punzantes sabe que vocación y providencia se unen a veces en una extraña trenza de ilusión e ironía. Lo inapelable es que Adolfo advierte, admite y también abraza la inexorable presencia del destino. En su cumplimiento, este libro tañe en el paisaje de la poesía mexicana, llamándonos.
La entrevista que mencioné al inicio de estos apuntes fue titulada, con justicia, “He sido fiel a la poesía”. En ella, Adolfo nos habla de la poesía como una vía para la contemplación y el autoconocimiento, asunto que en este libro se va manifestando paso a paso. También, nos dice, es una puerta al silencio. ¿Cómo es posible que hable del silencio en 860 páginas? Estos folios son, si hemos de creerle, el parte de una batalla por conquistarlo. Una batalla que también nos implica. En la charla con Arras, Castañón confesó que pasea diariamente alrededor de una fuente a la que pone agua para que los pájaros se acerquen a beber. Piensa también que “la labor del poeta es poner agua en la fuente para que los lectores calmen su sed”. Estamos, entonces, invitados, implicados, pues la poesía es líquido vital y tal vez su escritura sea una de las pocas formas de hacer el mundo habitable.
Versos de amor
No somos una hermandad. ¿Dónde están las feministas?

El jueves 28 es el Día de Acción Global por el Acceso al Aborto Legal y Seguro. Ese día habrá movilizaciones en varias ciudades argentinas, convocadas por asambleas de colectivos y organizaciones feministas, políticas y sociales, en defensa del derecho al aborto, la educación sexual integral (ESI), por la separación de las iglesias del Estado, contra las derechas y el ajuste. En la ciudad de Buenos Aires, vamos a marchar de Plaza de Mayo al Congreso.
El feminismo, los derechos de las mujeres y las personas LGBT vuelven a ser parte de las conversaciones, después casi dos años en los que la respuesta a cualquier debate, crítica o reclamo fue la institucionalización de blazers violetas (como resumió en una imagen una tuitera). El pase a segundo plano (y fuera de las calles) del movimiento feminista responde a varios motivos, sobre algunos leíste en estas entregas. Destaco la institucionalización porque fue una política bastante abierta, mediante la invitación a no hacer críticas al oficialismo, guardar la agenda para otro momento o invertir los gestos simbólicos (de aplaudir a funcionarias feministas a justificar funcionarios ¿casi candidatos? rancios en nombre del volumen político y de “entender la coyuntura”).
Las amenazas y ataques de Javier Milei y La Libertad Avanza encendieron las alarmas. ¿El derecho al aborto está en peligro? ¿Va a desaparecer la educación sexual integral? Son solo algunas de las preguntas que aparecieron. Lo que hasta hace un tiempo se consideraba un caso cerrado, y reabrirlo o hacer preguntas era inconveniente frente a los “verdaderos” problemas populares, hoy vuelve a estar en discusión.
Las asambleas mostraron nuevamente la heterogeneidad del movimiento feminista, hay muchas posturas en debate. Volver a la calle distingue este llamado de los planteos que limitan el potencial de la movilización de las mujeres a “bloque electoral”. ¿La movilización feminista puede ser un motor para enfrentar a la derecha? El resultado no está garantizado pero tampoco tenemos que aceptar una derrota de antemano. Espero que seamos muchas ese día, que sea una demostración, un recordatorio y una advertencia de la insistencia en la movilización. Una demostración para quienes esperan las elecciones con escepticismo, un recordatorio para quienes todavía tienen el pañuelo verde en la mochila y una advertencia para el futuro gobierno (sea cual fuere). Pero más allá del número, creo que es un buen síntoma que cuando alguien pregunte “¿dónde están las feministas?”, la respuesta sea “en la calle”.
Europa está perdida
Hace diez años, Kae Tempest se convertía en la primera persona menor de 40 años en ganar el premio Ted Hughes, una especie de Oscar a la poesía en el Reino Unido. Agitó las aguas consagradas con Ancianos relucientes (Brand New Ancients, que tiene una edición argentina de Caleta Olivia, traducida por Tamara Tenenbaum). Es un poema largo, escrito para ser leído en voz alta, que habla de los dioses que están entre nosotros: “Los dioses están en las casas de apuestas /los dioses están en el bar /los dioses están en fumando faso en el fondo /los dioses están en las oficinas /los dioses están en sus escritorios /los dioses están hartos de siempre dar más y recibir menos”.
Habla de la vida en los barrios trabajadores de Londres, del amor, de la violencia, de quemarse el sueldo en vino o mirar la tele “sin saber qué más hay para querer”. Tempest recita para gente que lee a William Blake y W.B. Yates y en un escenario del festival Glastonbury para muchos que nunca leyeron a esos poetas. Ancianos relucientes, como otras obras de Tempest, hablan de la épica de todos los días, de heroísmos chiquitos y barbaries cotidianas.
Otros poemas o piezas de spoken word (literalmente palabra hablada) son abiertamente políticos, testimonio de una generación que no encuentra referentes en la política tradicional pero sigue soñando y sufriendo muy parecido a los mineros de los años ‘80 o las militantes del movimiento de liberación en los años ‘60 del siglo XX. La desigualdad, el consumismo y la crisis ambiental desbordan poemas como “Europe Is Lost” (Europa está perdida). Algunos versos podrían traducirse así (con perdón de los poetas por la torpeza): “Son los grandes negocios, bebé, y su sonrisa es horrenda /Violencia de arriba a abajo, brutalidad estructural /Tus hijos están drogados con sedantes recetados /Pero no te preocupes por eso, preocupate por los terroristas /¡El nivel del agua está subiendo! ¡El nivel del agua está subiendo! /¡Los animales, los elefantes, los osos polares están muriendo! /Basta de llorar, empezá a comprar pero, ¿qué pasa con el derrame de petróleo? /Shh, a nadie le gustan los aguafiestas /Masacres, masacres, zapatos nuevos”.
La isla de enfrente y la otra chica negra
Zona liberada (Suma/Penguin Random House) de Melina Torres es la segunda entrega de la saga de la detective Silvana Aguirre y su fiel compañero Ulises Herrera. La novela está repartida entre Rosario y las islas entrerrianas de enfrente. En esa isla incendiada y colonizada por los excesos humanos (desde las vacas refugiadas por el exilio obligado de la soja hasta los negocios derivados del narco) funcionan los paraísos temporarios a los que cruzan los turistas con sus heladeritas y sus sueños de fin de semana, pero también viven la vida y la muerte, el arte y los negocios. Como siempre en la novela negra, el crimen está ahí para hablar de muchas otras cosas. Por eso a Melina le gusta decir que en el fondo es una historia sobre la amistad, y también es una historia sobre esos lugares y momentos arrinconados por la gentrificación, sobre los amores y los deseos que no pudieron ser o no serán, las cosas verdaderamente importantes, que el Negro pasee y tenga la tele prendida si se queda solo, tener hielo en la conservadora y alguien que te acompañe a comer esa comida que es mala para el colesterol pero buena para todo lo demás.
La otra chica negra (Hulu, acá se ve en Star Plus) es la historia de Nella, la única empleada negra de la editorial Wagner Books. La serie recorre los grados del racismo en el lugar de trabajo, desde la discriminación abierta hasta los comentarios condescendientes, pasando por todos los tipos de corrección política, de esa que brilla mucho y no soluciona nada. Todo cambia cuando llega Hazel, la otra chica negra. Lo que empieza con expectativas de complicidad e ilusiones de sororidad se pone muy raro y termina en una mezcla de comedia y terrorcito sin romper nada. Está llena de referencias a la lucha contra el racismo en el cine y la cultura popular, desde ¡Huye! de Jordan Peele hasta la canción de Nina Simone “To Be Young, Gifted and Black”, en honor a la obra de teatro de la escritora Lorraine Hansberry.
Hablando de Nina Simone, en una escena Nella habla por celular y le dice a alguien que no vemos “prendamos fuego todo”. Me hizo acordar al festival de Harlem en 1969 (desconocido en comparación con Woodstock, realizado el mismo año), en el que Nina Simone cantaba o recitaba o arengaba los versos de un poema de David Nelson del colectivo The Last Poets: “¿Están listos para hacer lo que sea necesario? /¿Están listos para aplastar cosas blancas, para quemar edificios, están listos?”. La época es muy diferente pero el fuego sigue estando, aunque no arda hoy como en ese verano de 1969. Y siguen estando los poetas para volver a darle la razón a Percy Shelley, que en su Defensa de la poesía los nombró legisladores no reconocidos del mundo.
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Versos de amor
Un tiempo de memoria (al alba del 27-S de 1975)

A quién le viene hoy a la mente, por recuerdo, por trasmisión de memoria o por lecturas históricas, la fecha del 27 de septiembre de 1975, cuando un régimen dictatorial que no dudaba en utilizar el terrorismo de Estado tampoco aflojaba al fusilar a cinco hombres acusados de terrorismo contra el Estado?
Hubo de ser angustioso aquel septiembre de noticias sobre juicios sumarios y sumarísimos. ¿La posibilidad de la pena de muerte era creíble? Incluso para quienes vivían en aquella dictadura, que por lo demás tenía un nutrido arsenal represivo (militar, policial, judicial y penitenciario), la pena de muerte ya sonaba estridente en España. Lejos quedaba el elevadísimo número de penas de muerte de la posguerra. Los años 50 fueron los de la ‘normalización’ histórica de las cifras de la pena capital, minorizadas desde principios del siglo XX hasta su abolición durante la Segunda República; eso sí, antes de su hipertrofia y agigantamiento con las dinámicas represivas de la Guerra Civil.
En la década de 1960 el régimen continuaría usando la pena de muerte de manera puntual, normalmente para amedrentar a la oposición antifranquista (el comunista Grimau, los anarquistas Granado y Delgado…). Después, en el proceso de Burgos de 1970 contra miembros de ETA, la protesta y la presión internacional doblegaron la voluntad del caudillo. Sin embargo, tras el atentado contra Carrero Blanco, su naturaleza inflexible volvió a mostrarse el 2 de marzo de 1974, con el agarrotamiento de Puig Antich (y junto a él, a modo de conllevancia punitiva, el de Georg Michael Wezel, quien, como ejemplo de la politización judicial del franquismo, se identificó erróneamente como Heinz Ches, lo que demuestra la investigación de Raul Riebenbauer).
En 1975 la pena de muerte era lamentablemente muy creíble. Por eso corría raro el mes de septiembre de 1975, cuando, a Luis Eduardo Aute, que trabajaba en la composición de una canción de amor, se le fueron apareciendo sobre el papel metáforas de muerte. No eran las imágenes de una muerte cualquiera. En las anotaciones del poeta se estaban abrazando las musas del buen amor y las de la mala muerte. Imposible saber cómo se fueron transformando las palabras y los versos. «Los hijos que no tuvimos…». Pero sí sabemos que el cantautor, hacia mediados de septiembre, cuando los procesos sumarios se hicieron sumarísimos, ya no escuchaba la voz aislada y dulce de las musas. «Pólvora de madrugada…». Luis Eduardo Aute, como muchos, se conmovía con las noticias de los consejos de guerra, mientras crecía una gigantesca ola de protesta mundial.
En septiembre del 75, de la inspiración de un poeta y cantautor genial nació ‘Al alba’, envuelta de una atmósfera política afligida y alterada. El título, que parecía no decir nada, lo explicaba todo. Siempre será una bella canción de amor. Pero, si no olvidamos la intrahistoria de nuestras emociones más tristes, esas que provocan hasta congoja, ‘Al alba’ también quedará como un sentido alegato contra la pena de muerte, afirmándonos con ella contra las que fueron últimas penas de muerte de la historia de España: «No fue la canción que quería hacer -declaró Aute mucho después-, pero vino cuando ella quiso. Es lo que suele suceder cuando una canción necesita existir».
Sabemos por Pierre Nora que un espacio cualquiera, un objeto, una institución, pero también un acontecimiento, son «lugares de memoria» si escapan del olvido y construyen recuerdo social (o ‘memoria colectiva’, o ‘memoria histórica’, ustedes dirán). Un hecho histórico conflictivo es también un tiempo de memoria. Su recuerdo abre la puerta de las emociones que llegan del pasado, con todas las banderas, las lágrimas y el rebufo de los vientos de división. Pero obviarlas para no ahondar en lo que nos traumatizó de manera colectiva es despreciar lo mejor que pueden traernos las ’emociones históricas’: conocimiento y sensibilidad. Emocionarse investigando el pasado otorga capacidad de reacción frente al fragor inmediato de esas otras emociones odiosas del presente que se alimentan de nostalgias imposibles de compartir.
El franquismo y su legado ‘memoricida’, la represión y la censura, las torturas y las penas de muerte, no se pueden compartir. Quienes lo reivindican nos espantan, no por lo equivocado de su añoranza, sino por lo incivilizado de lo que proyectan. No en vano son los mismos que nos quieren hacer comulgar con las ruedas de un control policial y un código penal ultrarreaccionarios. Por eso en septiembre de 2023 deberíamos recordar septiembre de 1975, un tiempo de memoria que se hace inteligible como ‘lugar’ al que acudir emocionados y con los ojos abiertos, a ver qué nos dice y qué nos enseña.
Versos de amor
Sabina y el milagro de estar vivo y resucitar para cantarlo

Seamos tópicos: no han sido 19 días y 500 noches sino algo más, casi seis años de nada (sólo tres, si contamos su último mano a mano con Serrat), lo que ha necesitado Joaquín Sabina para volver a llevar su equilibrismo de taburete y barra fija, todo canallismo ilustrado y sal y tequila para las heridas, a lo más alto de la montaña de Montjuïc. Poca cosa para cualquier mortal pero toda una vida para él que, en todo este tiempo, ha caído y se ha vuelto a levantar; ha batallado con afonías épicas e inoportunos bloqueos; y hasta ha visto cómo se retiraba su más fiel compinche, el de los dedos entrelazados en la camilla cuando viajó del Wizink al hospital.
Así que ahí está, recién salido casi del arroyo, de la chapa y pintura post-trompazo 2020, exprimiendo su particularismo ‘memento mori’ y ganándole una nueva mano a la parca con las mismas cartas de siempre. «Sé que respiro porque sigue huyendo», escupen los altavoces antes incluso de que se apaguen las luces del Palau Sant Jordi y aparezca en el escenario. Maravilla. El prólogo perfecto para una noche de supervivencias y supervivientes. Nostalgia y melancolía. Sabina, contra todo pronóstico, siendo más Sabina que nunca.
Primer concierto de dos (el viernes repite con el Barça-Sevilla contraprogramando a pocos metros; todo un test de estrés para la movilidad de la zona), entradas agotadas, y cálida ovación en cuanto el bombín blanco asoma por el lateral del escenario. «Uno lleva casi un año dando tumbos por el mundo con este concierto y con muchas ganas de volver a Barcelona, a este lugar del que tengo recuerdos imborrables», dirá justo después de arrancarse muy de dentro un «bona a nit a tothom!» que suena a caverna y a granito. A entraña y emoción. O, como dice él mismo, a andar celebrando el milagro de estar vivo en ‘su’ Palau Sant Jordi mientras acuna los versos de ‘Sintiéndolo mucho’, ‘Lo niego todo’ y ‘Mentiras piadosas’. Material más o menos reciente para empezar a hacer memoria y desenredar la madeja de la nostalgia intentando no hacerse un lío.
Amigos caídos
«Cuando uno va cumpliendo años, lo peor que pasa es que van desapareciendo los amigos», dice. Y se acuerda de Javier Krahe. Y de Luis Eduardo Aute. Y de Pablo Milanés Y, cómo no, de su primo Serrat, que por ahí anda pero que se retiró «nadie sabe porqué». Es el pórtico de ‘Por el bulevar de los sueños rotos’, himno de karaoke y estadio que sirve para celebrar «la fantástica vida» de Chavela Vargas y darle un revolcón a ‘Llueve sobre mojado’. Sin Fito Páez pero con la banda gustándose y Sabina encadenando recuerdos y brincando de la Mandrágora a Edimburgo. Ah, la vida. Es la excusa para bromear por millonésima vez sobre su voz, ahumada y lijada y salpicada de guijarros, y, acto seguido, esfumarse para ceder el protagonismo vocal de ‘Yo quiero ser un chica Almodóvar’ y ‘La canción más hermosa del mundo’ a María Barrios y Antonio García de Diego.
‘Tan joven y tan viejo’, con la garganta al límite pero sin peligro de colisión, pone al público en pie. Clímax nostálgico. Desborde sentimental «Así que, de momento, nada de adiós muchachos», canta. «Me duermo en los entierros de mi generación; cada noche me invento, todavía me emborracho», recita con orgullo de tahur en excedencia.
Bajan las revoluciones, se dispara el ‘sabinómetro’. Canciones de amor salpicadas de rotos y desgarros. Voz quebradiza y mirada acuosa en ‘A la orilla de la chimenea’. ‘Una canción para la Magdalena’ de piano mínimo. El Sant Jordi, coreando al unísono aquello de «la más puta de todas las señoras». Territorio Sabina, el milagro de los panes y los peces en versión rimas y versos. Otra resurrección, una más, tras la que, ahora sí, se intuye el aroma de la despedida. O tal vez no. Porque llega ’19 días y 500 noches’ y de nuevo jaleo en la pista. Y en las gradas. Sabina no se levanta del taburete, pero hace como que baila. Y con eso basta.
Para el final, los ases y las cartas marcadas: ‘Peces de ciudad’, ‘Y sin embargo’ y ‘Princesa’ en versión acorazada. «¡Rock and roll!», grita alguien sobre el escenario. Sota, caballo y rey. Y en los bises, el balanceo de brazos, el acunarse en la memoria colectiva de ‘Contigo’ y de esa ‘Noches de boda’ fundida con la proverbial ‘Y nos dieron las diez’. Infalible. «Si lo que quieres es cumplir cien años, no vivas como vivo yo», canta, guasón, para cerrar la noche con ‘Pastillas para no soñar’. Y el milagro, en efecto, es que ahí sigue. Viviendo para contarlo. Y, sobre todo, para cantarlo.
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