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“El amor es inmortalmente joven, y los modos de expresarlo son y seguirán siendo eternamente viejos”, escribió el poeta francés Alfred de Musset (1810-1857). Y hablaba con conocimiento de causa. Avezado en las lides de la seducción, vivió –entre muchos otros– un amor atormentado con la escritora Amantine Aurore Dupin –más conocida por su seudónimo masculino, George Sand–, que estaba casada.
La pasión enloquecedora que los unía los llevó a abandonar y retomar la relación varias veces. Los sentimientos de ambos quedaron registrados en un frenético ir y venir de cartas de un tono desgarrador. Él escribe: “Sufriré tanto como tú quieras, pero déjame a veces, aunque sea sólo una vez a la semana, venir y recibir una lágrima, un beso que me haga vivir y me dé coraje”. Y ella: “Amo, moriré o Dios hará un milagro por mí. Me dará ambición o devoción literaria… Medianoche. No puedo trabajar. ¡Oh aislamiento, aislamiento! No puedo escribir, ni rezar… quiero suicidarme”.
De cualquier manera, las cartas de amor son el desahogo del alma de los amantes, sean o no escritores. Es que “el amor convierte a los amantes en poetas”, como observó Voltaire. Así también, la magia que entraña la empresa de traducir en palabras un sentimiento encendido ha inspirado a los artistas de distintas épocas.
¿Habrá imaginado el vienés Ferdinand Georg Waldmüller –talentoso escritor además de artista– que él mismo había escrito las palabras de la carta de su cuadro? El óleo sobre lienzo La carta de amor (1849) –de 76 cm por 61,5 cm y que pertenece a una colección privada– irradia una particular frescura. Waldmüller fue el pintor oficial de las cortes europeas, desde Sissi hasta Napoleón III y la reina Victoria. Fue halagado, celebrado y cubierto de oro, pero su talento se revela mucho más allí que en sus retratos ceremoniales.
En La carta de amor (1669), un óleo sobre tela de 44 × 38,5 cm propiedad del Rijksmuseum de Ámsterdam, Johannes Vermeer sitúa la recepción de una carta de amor entre el servicio doméstico de una gran casa. La pintura representa a dos mujeres en un espacio interior visto a través de una puerta en primer plano. La primera probablemente acaba de traerle una carta a la segunda, que ésta sostiene aún sellada en su mano derecha, mientras que con la izquierda tiene una cítara que descansa sobre sus rodillas.
La presencia de la puerta y del telón levantado en primer plano da la impresión de que el espectador está presenciando una escena privada, está escuchando una intimidad. El hecho de que se trata de una carta de amor lo confirma precisamente la cítara (un instrumento de la familia del laúd, símbolo del amor, la mayoría de las veces carnal). La presencia de la escoba y los zapatos justo detrás de la puerta sugiere que las preocupaciones domésticas han sido momentáneamente olvidadas o dejadas de lado.
También son significativas en esta escena las dos pinturas de la pared. El cuadro inferior representa un mar tormentoso, una metáfora explícita del amor tortuoso. Arriba puede verse a un viajero transitando por una carretera. Puede referirse al hombre ausente que escribe a la dama, así como al mapa geográfico, apenas visible en las sombras del primer plano, a la izquierda.
Los pintores que plasmaron en sus obras la temática de las cartas de amor han representado también las distintas emociones que puede generar su lectura. Es que, claro, esos mensajes van a presentar múltiples variaciones según se den en un vínculo floreciente o en otro que esté a merced de dificultades y obstáculos.
Quizás las palabras que acaba de leer hayan despertado ilusiones en la joven de La carta, pintado por el retratista austríaco Anton Einsle en 1842. Asimismo, la muchacha que lee una misiva de su enamorado en La carta de amor (1870), de Petrus van Schendel, pasa por un buen momento sentimental, a juzgar por la placidez de su expresión.
Algo inescrutable se muestra, en cambio, el ánimo de la mujer que sostiene una carta cerrada en La carta de amor (1874) del gran retratista italiano Eugene von Blaas. ¿La acaba de recibir o está por enviarla? Tal vez su relación penda de un hilo y en esas palabras aún no develadas se cifre la suerte de su amor.
Y sí, también puede suceder que unas palabras bienintencionadas lleguen a destiempo. Desde el mismo título de su pintura, es eso lo que nos cuenta Armard Cambon en Trop tard ou La Lettre (“Demasiado tarde o La carta”), pintado en 1885. La protagonista del cuadro sostiene la carta con una expresión de franca desazón.
Ida lee una carta. Así se titula el cuadro realizado por el pintor danés Vilhelm Hammershøi en 1899, en el que retrata a Ida, su mujer. Lo que ella lee es poco probable que sea una carta de amor. La carta de amor a Ida es precisamente este cuadro, pintado por un marido que no se cansaba de intentar desentrañar el misterio de su esposa.
Hace algunos años, en esta nota publicada por Infobae, el escritor Mauricio Koch se lamentaba de que ya no se escribieran cartas de amor: “La carta de amor perdió terreno ante lo peor de la presentación de imágenes, ante la frase de sobrecito de azúcar con letra inmaculada y melodía de sala de espera. Las máquinas tienen tipografía, la repetición ad infinítum de un mismo molde, pero nosotros tenemos caligrafía, y no importa qué tan elegante o despatarrada sea nuestra letra: es nuestra, y eso le da un valor distinto, un valor humano precisamente”.
En la misma tesitura, el artista e ilustrador francés Jean Mineraud apunta: “¿Las nuevas tecnologías tendrán la piel de las cartas de amor? No, mi querido. Al contrario: alimentan el fuego de los amantes del lápiz, el papel y las frases bellamente redactadas. Y apuesto a que está cerca el día en que los proselitistas del SMS, cansados de palabras disminuidas, vendrán a consultarles para pedirles que les escriban un post ardiente”.
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