Exofonía, el monstruo de muchas lenguas: la rara especie de los escritores anfibios

[ad_1]

Ilustración: Tau. Exofonía
Ilustración: Tau. Exofonía

Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down nº 42 «Babel»

La culpa la tuvo Edna, una chica preciosa que a mediados de los cincuenta estudiaba en un colegio de secundaria de Illinois. Uno de sus compañeros de clase era un adolescente serbio recién llegado a Estados Unidos después de trashumar por Europa con su familia desde su salida obligada de Serbia. El joven, que todavía se llamaba Dusic, se dio cuenta de que, entre sus amigos, los que tenían suerte con las chicas eran los músicos y los poetas. Él era bueno para el dibujo, pero esa habilidad en el arte de la seducción no tenía la jerarquía necesaria. Sabía que cantaba mal y que no le había sido dado el don del oído musical. Así que no le quedó más remedio que intentarlo con la poesía. De inmediato, Dusic se percató de que para que sus poemas alcanzaran la ambición seductora con la que surgieron debía cambiar de idioma: Edna no entendía serbio. Y así nació uno de los grandes poetas norteamericanos del último cuarto de siglo: Charles Simic.   

Esa anécdota, bien leída, es también un gran consejo de escritura, uno que debiera tener a mano cualquiera que dicte un taller literario: «Mi respuesta les parece frívola cuando les explico que para que la poesía pueda ser un instrumento de seducción, el primer requisito es que se entienda. Ninguna chica americana se ha enamorado de un tipo que lee poemas de amor en serbio mientras toman Coca-Cola», escribió Simic.

***

Joseph Conrad. Vladimir Nabokov. Samuel Beckett. Joseph Brodsky. Rodolfo Wilcock. Arthur Koestler. Jack Kerouac. Charles Simic. Emil Cioran. Eduardo Berti. Jorge Semprún. Tom Stoppard. Héctor Bianciotti. Chinua Achebe. Fleur Jaeggy. Edward Said. Jonathan Littell. Agota Kristof. Jhumpa Lahiri. André Brink. Isak Dinesen. Alberto Manguel.

***

El fenómeno —de alguna manera hay que llamarlo— tiene un nombre técnico: exofonía. Escritores de una segunda lengua que triunfan con un idioma que no es el propio, el materno. El nombre surgió hace quince años y pertenece al campo de los estudios culturales y literarios. El fenómeno, escaso pero repetido en varios ejemplos notables, constituye una de las grandes proezas de la vida literaria. Expresarse, mostrar, contar en otro idioma. Dominar una lengua adquirida hasta lograr la belleza y profundidad literaria. 

«Cuando un escritor recurre a un idioma distinto a su lengua materna lo hace ya sea por necesidad, como Conrad, o debido a una ardiente ambición, como Nabokov, o por lograr un mayor extrañamiento, como Beckett», escribió el poeta ruso Joseph Brodsky.

La gran mayoría de las veces ese trasvase no es voluntario. Es obligado por las circunstancias. La tragedia se ensaña tanto que a muchas personas les quita hasta la lengua. Deben alejarse de sus casas, de su tierra, de sus cosas, de su familia, soportar muertes y dolor, y también deben dejar su idioma. El nazismo, entre sus muchos crímenes, dejó sin lengua natal a millones. Los obligó a pensar, hablar, escribir y hasta imaginar en otro idioma.

***

A veces el otro idioma fue adquirido en la infancia. Hogares acomodados que brindaron a sus hijos educación bilingüe sin saber que se convertiría en el vehículo de su inmortalidad. Esos padres, además del bagaje cultural, creían que daban a sus hijos una herramienta para desenvolverse en la vida adulta, un instrumento más para mantenerse, ganar dinero. Y, casi como una paradoja, los hijos se dedicaron a la literatura, que, como todos sabemos, es el modo más seguro de no hacer fortuna.

***

Un marinero polaco se convirtió en el mayor novelista inglés de su tiempo. Y en esa frase tal vez sobre de su tiempo

Joseph Conrad aprendió a hablar inglés a los veintiún años. Eso no le impidió escribir El corazón de las tinieblas, entre otras obras. Pero eso no es nada. Se convirtió en marinero sin saber nada del mar, solo porque quedó hechizado por esa inmensidad la primera vez que la vio. La segunda, ya estaba sobre un barco. Mientras fue Józef Teodor Konrad Korzeniowski, sus idiomas eran el polaco y el francés. El inglés lo adquirió, como sus historias, arriba de los barcos, de los diarios que leía y de las conversaciones con algunos marineros británicos. Después encontró un volumen ajado con obras de Shakespeare y lo leyó con obsesión; una y otra vez leyó esas páginas. Ese libro lo acompañó toda la vida.

Escribió su primera novela, La locura de Almayer, a los treinta y siete. No hubo cálculo ni autoimposición en la elección del idioma. Fue algo natural, una especie de pulsión. Con los años y, en especial, con el éxito, varios en su tierra natal lo acusaron de traidor, de apóstata, por abandonar el polaco. Conrad explicó en sus memorias: «El inglés es el idioma de mis elecciones secretas, de mi futuro, de mis largas amistades, de mis intereses más profundos, de mis horas de esfuerzo y de las de tranquilidad, también el de los libros leídos, el de los pensamientos que me persiguen, en el que recuerdo, el de mis emociones. Y el de todos mis sueños». 

***

El lenguaje encierra la imposibilidad de abarcar por completo los objetos, las experiencias, lo vivido. Y, si ese que se utiliza para escribir no es el idioma en el que se vivieron los hechos, la situación se puede convertir en una tragedia.

La gran mayoría de los autores que echan mano a una lengua diferente a la natal no se encargan de traducir sus obras a ese idioma. Prefieren que otros lo hagan. Las dificultades son muchas. Por un lado, la nostalgia. Por el otro, la falta de cotidianeidad con el idioma puede hacerlos escribir en una especie de lengua muerta, que se hablaba décadas atrás, cuando ellos vivían ahí, pero que ya ha mutado en otra cosa, o que, directamente, se ha extinguido. La lengua va cambiando, pero en la memoria de estos escritores alejados de su tierra y de sus palabras ha quedado cristalizada, inmutable. Existe otro factor: el trabajo para ellos no sería solo de traducción sino de reescritura casi absoluta. Es imposible decir lo mismo en dos idiomas diferentes.

El caso paradigmático de este traspaso quizá sea el de Vladimir Nabokov. Infancia suntuosa en una familia en la que todos los miembros tenían la obligación de destacar y superarse. No era admitida la mediocridad. El inglés fue uno de los idiomas con los que creció, pero escribía en su lengua materna, en ruso. Después llegó el exilio hasta establecerse en Estados Unidos. Comenzó a escribir en inglés. Fueron nueve novelas y varios volúmenes de no ficción (sus espléndidas memorias, las clases). Lolita significó el escándalo, la gran explosión y el reconocimiento. Ya nada volvería a ser igual.

Cuando lo entrevistaban prefería responder por escrito; a lo sumo condescendía a leer unos tarjetones en los que había pensado y escrito sus respuestas con anterioridad. Se escudaba en su inglés adquirido, aunque todos sospechemos que solo era una estratagema para no ser citado mal, para desplegar su afán de control.

Junto con su esposa, Vera, corregía línea a línea las traducciones de los idiomas que conocía, que eran muchos. Pero él no se encargaba de la tarea principal. Hubo dos excepciones. Habla, memoria y Lolita. Él mismo tradujo esos dos libros al ruso. Decidió traducir Lolita porque imaginó que en la traducción se perdería mucho, que su estilo sería maltratado, que le harían decir cosas en un tono más soez que el que había empleado. Era un libro también sobre el lenguaje, y él, con su dos lenguas de escritura, era el único que podía trasladar con (cierta) exactitud los pensamientos del autor. El otro, Habla, memoria, es la autobiografía de sus primeros años, del tiempo ruso. La excusa que dio para encargarse de la traducción fue que en la versión original, en inglés, tuvo que hacer aclaraciones e incorporar descripciones para que el lector anglosajón entendiera ciertas costumbres que para los rusos eran redundantes. Pero lo más probable es que haya acudido al idioma que tenían esos recuerdos, al idioma en el que vivió los hechos.

Nabokov protagonizó una polémica olímpica alrededor de los idiomas y las traducciones. Su contendiente fue su antiguo amigo Edmund Wilson. Nabokov tradujo Eugenio Oneguin, la novela en verso de Pushkin. El trabajo fue monumental y le llevó décadas. El resultado: cuatro tomos, casi dos mil páginas, de las que solo doscientas setenta y cinco se dedican al poema, y más de novecientas, al comentario de Nabokov (el resto: notas, aclaraciones, bibliografía y demás). Wilson aniquiló el trabajo en un ensayo de más de seis mil palabras publicado en The New York Review of Books. A partir de ese momento, la amistad se diluyó y cruzaron artículos (e injurias) en una legendaria pelea literaria. El centro de la cuestión —más allá de egos, gustos y viejas cuentas pendientes— era que Nabokov tradujo los versos casi en sentido literal, palabra por palabra, descuidando el estilo, la métrica y abandonando la rima de Pushkin para reponer el significado llano.

***

Arthur Koestler nació en Hungría. Además del húngaro, en su casa se hablaba alemán. Aprendió también algo de yidis gracias a las conversaciones con su abuelo. Arthur tenía un don para los idiomas. A la juventud entró hablando fluido, además de los dos idiomas de su infancia, inglés y francés. En los años que vivió en Palestina aprendió hebreo y se lo responsabiliza de haber creado el primer crucigrama en hebreo de la historia. También aprendió algo de ruso en su estadía de casi dos años en la Unión Soviética. Hasta su emigración a Estados Unidos a causa de la Segunda Guerra Mundial escribió sus libros en alemán. A partir de 1940, su lengua cotidiana y su lengua profesional se unificaron. Desde ese momento escribió en inglés hasta el final de sus días. «Creo que soy el único escritor que ha cambiado dos veces de idioma de escritura. Del húngaro al alemán a los diecisiete años y del alemán al inglés a los treinta y cinco», dijo ya en su vejez.

El libro más conocido de Koestler es El cero y el infinito. Su historia, la de la novela, también está repleta de equívocos idiomáticos. Como pocos libros, su título tiene significados muy distintos en cada idioma —tal vez el único caso análogo sea El guardián entre el centeno, de Salinger, que recibe nombres diferentes en cada lengua a la que es trasladado: en castellano durante años fue El cazador oculto—. 

Fue escrita en alemán y se tituló Sonnenfinsternis («Eclipse de sol»). Pero la primera edición fue inglesa. La llamaron Darkness at Noon («Oscuridad al mediodía»). La traducción no fue del autor sino de su pareja en ese momento, la escultora Daphne Hardy. Mientras el libro triunfaba en Inglaterra y en Estados Unidos apenas apareció, ocurrió un percance: en medio de los traslados y el temor del inicio de la avanzada nazi, alguien perdió el manuscrito original. Así fue que en Alemania, en lugar de la versión original, se publicó una traducción realizada a partir de la edición inglesa. Es posible que por más de setenta años los alemanes hayan leído más a la ignota Hardy (y a su traductor posterior) que a Koestler. En 2015 se encontró el manuscrito en una biblioteca de Zúrich. Y recién en 2019 se publicó la obra magna de Koestler tal como él la escribió. 

Con toda esta experiencia, cuando ya era un reconocido escritor inglés, Arthur Koestler alguna vez dijo: «En cualquier idioma cuesta mucho —una pequeña guerra personal— conseguir que una frase diga exactamente lo que uno quiere decir».

***

Isak Dinesen tuvo una educación bilingüe gracias a sus institutrices. Siempre leyó literatura inglesa. Y, ya instalada en África, durante dos décadas solo habló ese idioma. Escribir en inglés fue algo natural para ella. Era el lenguaje de lo cotidiano, pero era, más que nada, el lenguaje de los libros, en el que pensaba la escritura. El lenguaje de la literatura. 

***

Joseph Brodsky, después de ser enviado a Siberia, ser internado en instituciones psiquiátricas y perseguido de las formas más diversas, fue expulsado de la Unión Soviética en 1972. Con la ayuda de W. H. Auden se radicó en Estados Unidos. De a poco le llegó el reconocimiento internacional. La consagración fue en 1987, cuando se convirtió en un joven premio nobel de cuarenta y siete años. 

Joseph Brodsky siguió escribiendo poesía en ruso. Ese era el idioma de sus versos. No concebía otro. La única excepción fue un poema sobre Robert Lowell. Su impulso, su motivación, fue complacer a la sombra de W. H. Auden para sentirse más cerca del que él consideraba el hombre más grande del siglo XX. Auden había muerto hacía ya cuatro años, pero él necesitaba realizarle ese homenaje. Sabía que iba a fallar pero debía hacerlo en inglés, con la lógica de Auden, en sus términos, en su mundo.

Cuando lo terminó, en su interior empezaron a aparecer otros versos en inglés. Pero refrenó ese impulso, los resistió y no los dejó salir. «Bastante tengo con el ruso. Ya hay muchos grandes poetas cuya lengua materna es el inglés. A mí, muchas veces, ni siquiera la cosa me funciona con el ruso».

Para el inglés dejaba sus ensayos. El lenguaje del pensamiento era el del lugar en el que vivía. Y era, claro, el del lugar en el que le pagaban buenos dólares por sus artículos periodísticos, con los que podía mantenerse. Tampoco le fue mal en ese rubro. Por sus ensayos ganó el National Book Critics Circle Award.

Cuando le pidieron que se definiera, cuando le preguntaron si era ruso o norteamericano,  Brodsky no dudó: «Soy un judío, un poeta ruso, un ensayista inglés y, por supuesto, un ciudadano norteamericano».

***

Kerouac escribió sus primeros textos en su idioma natal, en el francés de Quebec. El inglés le costó. Hasta finalizada la adolescencia no lo pudo hablar con fluidez. Luego, cuando se mudó a Estados Unidos, con la cercanía a los beatniks, el inglés se le impuso. Una vez que empezó a escribir en inglés no pudo parar. Convertido casi en un grafómano, mecanografió sin parar el rollo hasta terminar En el camino

***

Aunque sea lo más usual, el inglés no siempre es el idioma adquirido. A veces algunos lo abandonan. El caso más célebre es el de Samuel Beckett. 

***

Jhumpa Lahiri sigue construyendo su obra. Ahora, en su tercer idioma. El bengalí fue su idioma natal, y el inglés, el adquirido desde la infancia. En inglés, con su primera novela, El intérprete del dolor, obtuvo el Premio Pulitzer de Ficción a principios de este siglo. Después se enamoró de Italia y se quedó a vivir allí. Y adoptó su lengua, no solo para hablar: «Escribir en italiano me permite, al mismo tiempo, escapar de mis fallas respecto al inglés y del éxito. El italiano me ofrece senderos literarios muy diferentes. Como escritora me puedo destruir a mí misma. Y también me puedo reconstruir».

Dedicó su primer libro en italiano, En otras palabras, a este tema, a la adopción de esta lengua. A su amor, a su fascinación por el italiano. Ni su lengua madre, ni el inglés, su lengua madrastra que la consagró. Los enamoramientos intensos ni se eligen ni se combaten parece decir Lahiri: «Me he enamorado pero lo que amo no me pertenece. Esta lengua nunca me pertenecerá. El italiano me da la libertad de ser imperfecta».

***

Jorge Semprún escribió sus dos primeras novelas en español. Le resultó natural. No solo era su idioma, sino que el tema de sus libros, protagonizados por Federico Sánchez, era bien español: hablaba de la política local, del franquismo, de lugares ibéricos, de su gente. (Una digresión: Semprún dice que una de las pruebas de que estuvo bien escribir en español fue que Autobiografía de Federico Sánchez traducido en el mercado francés solo vendió quince mil ejemplares. Hoy esas cifras convertirían a un autor en otro idioma en un bestseller). Después de esos libros comenzó a escribir en francés. Y continuó haciéndolo, con algún regreso a su idioma natal, sin mayor dificultad. Se consideraba un escritor bilingüe sin Estado. Era, en realidad, un escritor español cuyos libros eran traducidos al español. Y esas traducciones eran un problema para él, una molestia en cierto punto. Las hacían traductores profesionales. Él, como autor, corregía las pruebas de galera de esas traslaciones solo cuando descubría un error notorio o cuando la frase se alejaba demasiado del sentido original. Revisar las traducciones le resultaba doloroso porque él no tomaba las mismas decisiones en francés que en español y porque nunca respetaban su estilo, no lo encontraba cuando algún otro, por más capacitado que estuviese, lo pasaba a otro idioma.

Escribir en un idioma diferente al materno puede tener sus beneficios. O al menos eso es lo que pensaba Carlos Fuentes. Alguna vez le preguntó a Jorge Semprún, sabiendo que la había escrito en francés, si él mismo había hecho la traducción al español de El largo viaje. Semprún le contestó que no, que lo habría incomodado y hasta forzado, que sería como escribir el mismo libro por segunda vez. Fuentes le dijo que estaba equivocado: «Escribes Le grand voyage y cuando lo traduces al español es un libro diferente. Lo vuelves a traducir al francés y de nuevo es un libro totalmente diferente. Dedicarías toda la vida al mismo libro. La vida ideal para un escritor: un libro que dura toda una vida y, sin embargo, es diferente cada vez».

[ad_2]

Source link