El jardín persa, por Isabel María Rojas Herrera


Caía la tarde y los colores del cielo se reflejaban en el gran estanque de la plaza Naghsh-i Jahan, orgullo de nuestra ciudad. Poco a poco, las luces se irían encendiendo y las mezquitas, palacios y bazares se tornarían de tono azul de Persia y competirían en belleza con la plaza misma.

Los niños corrían detrás de una pelota que en muchas ocasiones caía al agua, todos querían ser las figuras del fútbol que veían en la televisión, se perseguían unos a otros y trotaban como gacelas por el bosque, alegres y despreocupados; algunas niñas también corrían pero eran las menos, la mayoría se quedaban sentadas junto a sus madres, tías y primas alrededor de la bien surtida mesa de la merienda y escuchaban la conversación de sus mayores o reían al admirar los brazaletes y collares que lucían las mujeres, mientras los hacían tintinear con sus deditos de niñas que desean ya ser adultas.

Mis amigas y yo nos reuníamos allí cada tarde de viernes. Llevábamos dulces, extendíamos una alfombra en la hierba y hablábamos, por los descosidos de las clases, de nuestros deseos, del futuro. Nada decíamos que pudiera incomodar a nuestros vecinos de césped o que hiciera que sus oídos se escandalizaran con nuestros comentarios, ni una palabra pronunciamos sobre los chicos que nos gustaban; ningún gesto podía ofender, nada indecoroso podían hallar en nuestros modales o atuendo, aunque nosotras nos moríamos de calor: capas y capas de telas aunque no fueran gruesas, ropa que tapaba nuestros brazos, el cuerpo entero a pesar de que ya no hacía calor, nosotras estábamos pendientes en todo momento de nuestra vestimenta, de talla XXL, a pesar de ser jovencitas y delgadas. Allí mismo nos la habríamos quitado y habríamos enseñado nuestros brazos y piernas juveniles al compás de las risas de alegría que habrían resonado por toda la plaza, pese a sus enormes dimensiones. Nos habríamos liberado de nuestros velos y podríamos lucir nuestras bonitas y largas cabelleras de ensortijado cabello color azabache, brillantes gracias a la jena que nos ponían nuestras madres. Pero eso no lo podíamos hacer allí, delante de todo el mundo, estábamos siempre pendientes de las guardianas de la moral, vestidas de pies a cabeza de negro riguroso, acechantes como cuervos; mujeres de rostro inexpresivo y severo, seres sin piedad que pareciera como si estuvieran en otra dimensión, aunque siempre permanecían al acecho, esperando que cometiéramos el más mínimo error, para ellas una gran falta, dispuestas en todo momento a cazar un mechón de cabello o un rizo rebelde que se escapara de nuestros velos. Sentíamos pavor ante su presencia porque aparecían desde cualquier rincón, como surgidas de la nada.

Nos escapábamos a los jardines de Chetel Sohun y, escondidas entre los árboles, ahogadas nuestras risas por el murmullo de las fuentes, nos quitábamos los velos.

Para poder gozar de un rato de libertad, lejos del control de esas guardianas horribles, teníamos nuestro propio oasis de intimidad en la ciudad.

Nos escapábamos a los jardines de Chetel Sohun y, escondidas entre los árboles, ahogadas nuestras risas por el murmullo de las fuentes, nos quitábamos los velos y bailábamos al son de canciones extranjeras que nos sabíamos de memoria y que escuchábamos donde podíamos porque, si nos pillaran, nos castigarían severamente.

Si nos fuera posible, nos hubiéramos desnudado cada noche, nuestros cuerpos retozando en la hierba del jardín, hubiéramos cogido flores de los parterres y las habríamos puesto en nuestro cabello entrelazadas con los rizos, las habríamos esparcido por nuestros cuerpos convirtiéndolos en vergeles sensuales como el aroma del té de rosas que vaga por la noche endulzando el ambiente. Sentíamos el deseo de correr hacia las acequias y fuentes, sumergirnos en las aguas frescas que llegaban hasta nuestra ciudad gracias al río bendito que nos da vida, el Zayandeh, y que hizo posible que surgiera este oasis en medio de una árida meseta del país, pero aquello era imposible que se convirtiera en realidad.

Soñábamos despiertas mientras leíamos poemas del gran poeta Hafez, y todas podíamos hablar libremente del amor, de nuestras más íntimas y secretas fantasías, aunque nuestras risas eran ahogadas a menudo por la recomendación de silencio de alguna de las chicas ante el temor de la aparición de la Policía de la Moral, que aterrorizaba a toda la población, en especial a las mujeres.

Hasta que llegó el día en que nuestros miedos se convirtieron en una pesadilla cuando, después de un rato de haber llegado al lugar, un grupo de guardianas ataviadas de negro riguroso, confundidas con las sombras de los árboles, llegaron a toda velocidad a la zona donde estábamos. No tuvimos tiempo de reaccionar, sólo gritábamos, nos pusimos los velos a toda velocidad, nos compusimos la ropa pero ya era demasiado tarde, nos habían visto y en instantes éramos conducidas a la fuerza a la comisaría de policía más cercana.

Nosotras fuimos encarceladas todas en la misma prisión y aún estamos allí, sobreviviendo.

Estábamos asustadas y sabíamos que el castigo sería terrible. Temíamos, además, la reacción de nuestros padres. En la confusión del momento nos dispersamos y perdimos la pista de una de mis amigas. Nunca más volvimos a verla.

Nosotras fuimos encarceladas todas en la misma prisión y aún estamos allí, sobreviviendo. Sabemos que nada malo hicimos, nada incorrecto a nuestra religión, sólo nos queda resistir y nos consuela recitar en voz alta los versos que sabemos de memoria.

Años después, una chica murió hace ya casi tres meses en una comisaría de policía por no llevar bien puesto el velo, según esas guardianas de la moral que un día nos detuvieron a nosotras, para protestar por este crimen las mujeres y los hombres de nuestro país han salido a la calle a manifestarse, se han producido disturbios, han muerto muchas personas inocentes, pero se ha conseguido que desaparezca la Policía de la Moral.

Las risas, el agua, las flores y los versos de Hafez flotan en el aire del jardín de Chetel Sohun, mientras las lágrimas inundan nuestro rostro bajo el velo en una cárcel de Isfahan.

Isabel María Rojas Herrera
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