El jardín abierto de Alcira Soust Scaffo


¿Quién fue Alcira Soust Scaffo? Para empezar, una artista y una personalidad tan inasible como su obra poética de hojas y voces al viento. Creadora de jardines, pintora, nómada de armas tomar, a quien este ensayo nos trae al presente con la reconstrucción de atmósferas del pasado y de una Facultad de Filosofía y Letras casi mítica: la de las décadas de 1960 y 1970.

Quien construye un jardín se convierte en un aliado de la luz,
 ningún jardín ha surgido jamás de las tinieblas
—Proverbio persa

El primer jardín surgió con el fin de nuestro vagabundeo. Nuestro pasado nómada no daba cabida a su creación. Conforme fuimos adoptando una vida sedentaria comenzaron a gestarse los jardines, y con ese proceso inició un largo camino en las modificaciones humanas del paisaje planetario. El primer vergel, como lo será probablemente también el último, es alimentario. La distinción entre el jardín —entendido como espacio destinado al ocio y el pensamiento— y el huerto fue posible hasta tiempo después, cuando mejoraron las técnicas de siembra, irrigación e inmersión. Primero el cultivo alimentó el cuerpo; después nutrió el espíritu, la cultura.

De acuerdo con Gilles Clément existen momentos augurales del jardín durante las eras del nomadismo. El oasis de los desiertos, por ejemplo, puede considerarse como una de sus primeras ilusiones. En él los jardineros no emprendían nunca el camino hacia afuera, sino que habitaban el jardín donde acogían a los viajeros que encontraban un refugio pasajero para sobrevivir a la intemperie.

Pienso ahora en otro matiz, en la posibilidad de practicar la jardinería sin abandonar el nomadismo; en la creación y cuidado de un espacio de abrigo, un lugar al cual volver y en el que acoger a otros viajantes de la misma errancia. “Estoy… oy…yooo. (en el jardín cerrado) juntatandoooo luz/ juntando luz”, escribe Alcira Soust Scaffo, poeta nómada, creadora del Jardín Cerrado Emiliano Zapata y de otros huertos que fue dejando con su paso por el mundo.

Alcira Soust Scaffo (Durazno, 1924) era una poeta exiliada y una jardinera sin tierra. Proveniente de Uruguay, llegó a México en 1952 con una beca de la UNESCO para cursar una especialidad en educación. Durante su primer año y medio vivió en Pátzcuaro, Michoacán, donde se involucró en tareas comunitarias destinadas a la promoción de la lectura, la música y el teatro. Como un reverdecimiento de los huertos infantiles que trazaba con sus alumnos en su ciudad natal, se cuenta que a su llegada Alcira plantó un olivo con tierra traída desde el sur. Aunque tenía un boleto de vuelta a Montevideo para diciembre de 1953, la poeta no volvió a Uruguay sino 36 años después.

En 1954 Alcira se trasladó al Distrito Federal para comenzar una vida llena de ajetreos, encuentros, árboles y versos; ahí comenzó a trabajar como voluntaria en el Hospital Infantil de México. A ese trabajo le siguieron innumerables otros, donde entabló amistades provenientes de los más diversos ámbitos de la cultura mexicana. Trabajó en el Instituto Latinoamericano de Cinematografía Educativa (ILCE), donde conoció a Mireya Cueto y Antonio Carmona; frecuentó Ciudad Universitaria, el Centro Mexicano de Escritores y la Galería Diana —en esta última se encontró con Remedios Varo, María Zambrano e Igor Stravinski. En el 64 colaboró como ayudante de Rufino Tamayo en el mural Dualidad, ubicado en el vestíbulo del Museo Nacional de Antropología. En ese entonces también conoció a personajes como Mariana Yampolsky y Guillermo González Camarena. Fue parte de Radio UNAM; y desde su primer programa colaboró con su amigo Juan José Arreola. A finales de los sesenta, Alcira comenzó a trabajar en la torre de Rectoría; y a inicios de los setenta, con la entrada de Ricardo Guerra como director, se convirtió en secretaria de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (FFyL), el lugar en donde la escritora se convertiría en mito y poema.

Alcira hablaba con un marcado acento uruguayo; era elocuente, optimista, risueña y muy culta. Era también muy hermosa, de facciones delicadas, cejas curvas, delgadas. Tenía el don de la ubicuidad, y un encanto y una vitalidad ante los que sucumbió un interminable repertorio de personalidades del mundo artístico, científico y cultural. En los papeles de la poeta pueden encontrarse listas con más de una treintena de nombres de amigos y conocidos, entre los que figuran Luis Buñuel, Carlos Nakatani, Rosita García Ascot, Luis Rius, León Felipe y José Luis Cuevas.

Ilustración: José María Martínez
Ilustración: José María Martínez

En Soust Scaffo prevalecía un espíritu combativo que la llevó a comprometerse con los movimientos estudiantiles, sindicales y antiimperialistas desde 1968 y hasta su retorno a Montevideo veinte años después. Entabló amistad con escritores activistas como Alaíde Foppa, con quien jugaba cartas habitualmente; y con José Revueltas, que le dedicó un par de páginas en México 68: Juventud y revolución:

Conocí […] a Alcira en el café Sonora. Estaba en una mesa y,
mientras escribía sobre una pequeña hoja de papel, lloraba en
silencio. Terminó de escribir, hizo con el papel un sobre diminuto
y fue a mi mesa para entregármelo[…] Leído el poema, fui a
sentarme junto a Alcira, ante su mesa. Temblaba, sufría, no cesaba
de llorar. Su estado psicológico era casi alarmante. Me hizo sufrir
también. Todo se le agolpaba en el alma: la guerra de Vietnam, la
persecución de los negros, el vacío y el dolor de la vida. Yo la amaba
—la amo— fuera de todo sexo o deseo.

Con el pasar de los años, las dictaduras y los movimientos, su memorable sonrisa perdió los dientes, y con ellos, cada una de sus pertenencias. Al final, también perdió la capacidad para hacer frente a la vida cotidiana, a sus amigos, sus poemas y sus jardines. Desde mediados de los años sesenta, Alcira dejó de tener domicilio fijo y comenzó a vivir en casa de ciertas amistades, en cafés abiertos 24 horas o, cuando su orgullo se lo permitía, en hoteles que sus amigos le costeaban. Pero su verdadera residencia era la FFyL, donde desarrolló su proyecto poético, una propuesta que, como explica Amanda de la Garza, demuestra su vocación de transformar el aula universitaria en una residencia poética, y convocar, a través del arte, a la memoria y a la acción política. Entre dichos proyectos sobresalen Poesía en armas y el Jardín Cerrado Emiliano Zapata.

Fabrizio Mejía Madrid recuerda ver a la escritora entre asambleas, vistiendo vestidos a los que cosía espejos, pedazos de estambre y fotografías; en aquel entonces, la uruguaya residía en el departamento del consejero universitario de los estudiantes, Antonio Santos, o en una pequeña oficina que el director Arturo Azuela le había respetado. “Alcira era una bruja buena. Llenaba el pasillo de la Facultad de Filosofía y Letras con poemas que, al mismo tiempo, eran diseños de letras y colores y marchaba con nosotros contra las medidas restrictivas del rector Jorge Carpizo. Era la voz socavada que, al final del coro ‘Fi-Fi-Fi-losofía’, irrumpía: ‘Y Leeeetras’”.

Poesía en armas fue un proyecto trashumante. Alcira pasaba los días diseminando por los pasillos de la Facultad volantes mimeografiados, en los que transcribía sus poemas, sus traducciones de escritores franceses, breves textos sobre películas y música, y convocatorias a eventos y movilizaciones políticas. Esparcía esos volantes retoños por aulas y corredores gracias a los insumos universitarios que desviaba para esos fines. Aparecían firmados y seriados, y en su mayoría llevaban como dirección “Jardín Emiliano Zapata, Secretaría de Defensa de la Luz, Poesía en Armas, Filosofía y Letras, UNAM”.

Sus poemas de linaje vanguardista eran una correspondencia con su estirpe literaria, y una incitación para sus contemporáneos al entusiasmo revolucionario. Era una okupa de la poesía, su verdadera residencia; intervenía textos de Paul Éluard, de Lautréamont, o de quien le viniera en gana, con agitados ademanes tipográficos, que hacían querer leer sus volantes con amplificador. Jugaba con la obra de otros escritores también desterrados: Rimbaud, Pedro Garfias, Emilio Prados o León Felipe. Con sus transcripciones, sus juegos y sus traducciones, Alcira transmigraba entre lenguas, tiempos y despojos. Le gustaba provocar rebeliones en los poemas desafiando autoridades, suscitando duelos entre posturas artísticas, y multiplicando las vocales, los acentos y los signos de puntuación. Al tiempo, ella misma era habitada por la poesía, que encontraba salida a través de los vaivenes de su cuerpo, que danzaba entre los salones extendiendo poemas, pegando versos, o girándolos en el mimeógrafo. Con Poesía en armas Alcira buscaba crear un jardín perenne, como el de Alcínoo; un jardín distendido en colores y versos, fértil y florido en cada estación del año.

En junio de 1971, Alcira ocupó el jardín central de la FFyL y lo nombró Jardín Cerrado Emiliano Zapata en honor al revolucionario y a Emilio Prados, quien le había regalado y dedicado su libro Jardín Cerrado. Nostalgias, sueños y presencias. Ahí comenzó a sembrar árboles y plantas para recordar hechos históricos, personajes del arte y las luchas sociales, y, por supuesto, amistades. En octubre de 1971 plantó un cedro-limón para conmemorar la muerte del Che Guevara; años después, cultivó un rosal para Vietnam, una “jacaranda León Felipe”, “geranios de Pepe Revueltas”, el “rosal de Hugo Margáin Charles” y el “colorín de Guernica”, entre tantos otros. Antonio Santos dice que ese jardín es el único lugar de México que por muchos años fue verdaderamente de ella.

El Jardín Cerrado de Soust Scaffo fue más bien abierto, y se ha desdoblado en otros huertos, ajardinados por las palabras de otros poetas. Elsa Cross le dedica a la uruguaya el poema “Jardín Cerrado”; y su amigo Rubén Meyenberg, “Alcira Sol”, versos que circularon en una hoja volante de Poesía en armas en la primavera del 79:

Alcira sol
haz que tus rayos saquen el agua
para alimentar el jardín cerrado.

Alcira sol
cubre con tus manos la tierra,
para abonar tierra nueva.

Cubre con tus letras el invernadero de las plantas;
con las armas de la poesía
a aquellos que lo manchan.

Cubre con tu pelo
la sombra de mis flores
son rosales, son geranios;
que te hacen homenaje.

Alcira sol, Alcira luna
cubre con amor,
al jardín cerrado
abierto al tiempo.

La escritora nunca publicó un solo libro. Más bien compartía poemas sueltos en diarios como Excélsior, El Día, Unomásuno o La Revista de la Universidad. Sin embargo, editó, imprimió y volanteó cientos de hojas en los pasillos de la Facultad durante casi quince años; versos diseminados como semillas en las bocas de los pájaros. En 2018 el MUAC recuperó su archivo y creó la exposición Alcira Soust Scaffo Escribir poesía ¿vivir dónde?. Es usual encontrar en ese archivo fotos de la poeta con la boca tapada por flores o por sus propias manos. Desde 1968 Alcira comenzó a quejarse de sus dientes y terminaría por perderlos en los años venideros; desde entonces se tapó la boca para reír pero nunca para declamar. Más de una vez, sus amigos reunieron el dinero para que se arreglara la dentadura, pero ella terminaba por gastarse esos ahorros en necesidades más urgentes. Mejía Madrid cuenta que la escritora procuraba migajas para los pájaros del jardín y una mañana, con un café en la mano, le dijo:

—Yo me voy a morir como un pájaro.

—¿Cómo se mueren los pájaros, Alcira? —le digo, como siempre, atento a la línea delgadísima entre la poesía y la locura.

—Sin dientes —me dice, riéndose como niña, los ojos pícaros azules, y se tapa la boca con la mano huesuda.

Sumado a sus poemas y los trazos del jardín, Alcira solía colgar coloridos carteles en las paredes de la FFyL, en los que refería efemérides, vidas y obras de artistas y causas políticas. Sus letreros recuerdan a la obra de Xul Solar, llenos de figuras estelares y saetas. En ellos desarrolló una caligrafía traviesa llena de soles, espigas y, por supuesto, pájaros.

El episodio más conocido de la vida de Soust Scaffo es su encierro en el baño de hombres de la Torre I de Humanidades durante los doce días de ocupación militar de Ciudad Universitaria en septiembre del 68. Mientras los tanques entraban y los estudiantes eran detenidos, Alcira recibió a los militares emitiendo por el altavoz “¡Qué lástima!” de León Felipe (el poeta había muerto esa misma mañana) y algunos versos de Nicolás Guillén. Sobrevivió a su cautiverio bebiendo agua del grifo. Dedicó esos días a escribir —en papel de baño— y tapizó las paredes de poemas de Paul Éluard. Entre delirios escribió con chapopote en un muro “Viva el amor, viva la vida”. La mañana del 30 de septiembre, Rubén Bonifaz, Miguel León Portilla, Alfredo López Austin y algunos más la encontraron tirada en el suelo del baño. En sus notas personales, reunidas y publicadas por el MUAC, Alcira describe su confinamiento como un secuestro extraterrestre: “Estuve 12 días en el platillo volador”, anota.

Una de las preocupaciones poéticas y cotidianas de Alcira era la memoria. Amanda de la Garza explica que “Ante la falta de posesiones y de una residencia fija, lo único que le quedaba era el recuento y un archivo construido por cada pensamiento y cada poema”. Soust Scaffo era una mujer nostálgica, y aunque hablaba poco de su pasado uruguayo, constantemente se entregaba a la rememoración, ensayando listas para recordar nombres, consignas, simultaneidades y coincidencias. Su obsesión con la memoria y su vínculo con lo ocurrido en 1968 es el rasgo más evidente en los homenajes que le hace Roberto Bolaño a la poeta. En Amuleto —novela cuya protagonista y narradora es precisamente Alcira— los recuerdos de “la madre de todos los poetas” (como ella se nombra) están en constante actualización y re-narración; no sólo enuncia lo que en el momento del suceso pensó o sintió, sino lo que pudo haber sido y lo que meditó a través de los prismas del tiempo.

Además de ser el centro gravitacional de Amuleto, el recuerdo del cautiverio de Alcira se narra también en Los detectives salvajes, en el diario de José Revueltas y en La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska. Además, la anécdota ha circulado con innumerables variantes de boca en boca en todas las generaciones desde la ocupación. Yo, como muchas otras personas, la escuché por primera vez gracias a Auxilio Lacouture.

En 1988 tras muchos años de hostigamiento por parte de las autoridades de la Universidad, y varios internamientos con y contra su voluntad en instituciones psiquiátricas, un grupo de amigos logró costearle un boleto de vuelta a Uruguay, donde la recibió su familia después de tres décadas de ausencia. A pesar del regreso, su nomadismo y su escritura continuaron, pero no así sus amistades en México, que al poco tiempo dejaron de escuchar de ella. Meses después, su familia también acabaría por desconocer su paradero.

La mañana del 30 de junio de 1997, a los 73 años, Alcira murió sola en el Hospital Clínica de Montevideo por un problema respiratorio. Entre los volantes, leo una de sus traducciones de Armen Tarpinian: “Si yo me pongo de rodillas/ El cielo llega a ser más vasto”. Al no tener noticias de su familia ni contacto con el resto del mundo, Alcira Soust Scaffo tampoco pudo habitar un hogar en la tierra; fue enterrada en una fosa común.

Para el historiador Paul Blanquart los primeros asentamientos nómadas se dieron gracias a su necesidad de enterrar a los muertos y rendirles un espacio de conmemoración. No hay una tumba en la cual arrodillarse para llevarle flores a Alcira y ver el amplio cielo del cual hablaba. Malgré tout –como dice el más famoso poema de Soust Scaffo– tal vez podamos continuar con su jardín abierto al tiempo en cualquier otro lado y regalarle entonces un hogar a su memoria.

 

Valeria Villalobos Guízar
Maestra en Filosofía de la Historia por la Universidad Autónoma de Madrid. Profesora del Departamento de Letras de la Universidad Iberoamericana.



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